Mientras escribo el viejo reloj de la pared va desgranando sus once campanadas. El pobre adelanta un poco y ya es casi imposible ajustarlo. Su sonido es bello, dulce y cadencioso. Apenas apagado el eco de la primera que te da un susto de muerte, surge la segunda que te lleva volando a ermitas lejanas de mi lejana Galicia o viene la tercera y te hace soñar con la Ermita de la Virgen de la Peña , allá por la dulce Huelva; la cuarta ya casi muriendo con el sonido de las olas rompiendo en las rocas de Samil, en Vigo; la quinta, ecos de diana en los cuarteles de Ceuta; la sexta, vibrantes sones de las tamboradas de Calanda, Alcañiz, Andorra; la séptima, y ya el pobre comienza a cansarse, con el tañido roto de cristales caídos, esparcidos por los suelos; la octava, sacando fuerzas de flaqueza, resuena un poco aguda de mas como las campanas briosas de Sevilla; la novena cae casi dormida como esos ecos lejanos de viejas iglesias en las parroquias madrileñas, hechas de cinta de magnetófono; la décima, levantando el ultimo orgullo, en un repique de pequeñas campanas de los bomberos y acaba, cual moribundo, en una undécima y ultima, como el recuerdo del aviso de la muerte de mi abuelo, Papa Jaime.
Se acabaron las campanadas. Tendré que darle cuerda para que siga vivo, para que siga soñando que suena, para que sonando sueñe, para que yo siga sintiendo el tiempo adelantado en sus manecillas.
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