En el amor y en la pelea las distancias cortas son las mejores. Tanto para dar un beso como para dar una cuchillada la proximidad es, siempre, el mejor aliado: sintiendo el calor del cuerpo amigo/enemigo, notando su aliento en el rostro, los labios casi rozándose, los ojos hundiéndose en sus mares respectivos, oliendo el aroma de perfume/desodorante/sudor del contrario, las manos que se entrelazan como en el baile otoñal de las hojas huidas, el gemido entrecortado de pasión/esfuerzo, el miedo siempre presente a la herida recobrada.
Distancia corta, pero distancia. No ahogarse en aguas desconocidas, huidizas apenas entrevistas; los lagos azules mienten siempre, como el frío de las manos anuncia amor por un día.
Pero no huir, pese a marcar la distancia. Ese paso atrás, en el momento oportuno, nos atraerá al amado/enemigo a nuestro terreno, lo envolveremos con nuestra sombra, lo quebraremos con nuestro giro en torno para ahogarlo, al final, en nuestra querencia. No cegarnos con el amor/odio; sin ojos estamos perdidos comos con los ríos de agua verde que siempre nos traicionan y el calor de las manos anuncian amores para siempre.
No dudar en el momento decisivo, entrar a muerte aunque sea la nuestra. A volapiés, en giro y derecho al abrazo de amor/cuchillada fatal. Siempre, no es un consuelo, quedaremos, en el peor de los casos, abrazados al amante/enemigo en un mar rojo crepuscular, con el sol huido, el último rayo acariciando un mechón de cabellos y la luna que tardíamente vendrá de visita.
Vendrán las negras olas a cubrir los cuerpos, el agua se teñirá de mil y un marrón otoñal, como de tierras sin cuento, pero sabed que su abrazo será firme, maternal y verdadero.
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