Cuidado con los deseos…pueden cumplirse.
Se enamoro del coche del escaparate, era el de sus sueños. Se
paró a mirarlo, tenía algo de tiempo antes de entrar a trabajar aun sabiendo
que la reunión con los nipones era muy importante para la empresa y para el. Un
descapotable deportivo de la marca Ferrari sobre una tarima redonda dando
vueltas inútilmente como la tierra sobre su eje. Rojo como la sangre recién derramada. Se ponía a
140 kilómetros por hora en cuatro segundos. Con una belleza de líneas medio
salvaje, inhóspita, peligrosa,
atrayente. Con el precio de un apartamento de un tamaño mediano era eso
un sueño, imposible de poseer algo así y lo sabía. Su sueldo escaso, la familia
amplia, el colegio de los niños, la hipoteca mensual. Valía mucho más que su
propia casa. Esa era la típica idea de un idealista, un iluso, algo deseable
pero inalcanzable. Su mano abierta sobre el cristal del escaparate era todo un
símbolo, un gesto casi infantil…en la fuente de la plaza le dio la espalda al
agua y, con una mueca que pretendía ser una sonrisa y los ojos cerrados, arrojo con desespero un euro, el del café que no
podría tomar en ese día.
Todo empezó a ir mal a partir de ese momento ¡y de qué
forma!
Eran las ocho de la mañana cuando piso la mierda de un perro
en la acera, resbalo y se cayó cuando largo era sobre la espalda que crujió
como un viga de madera al romperse, de rebote la nuca impacto contra las losas
de la calle por dos veces. Vio estrellas volando alrededor de su cabeza y a la
gente solicita que le ayudaba. En realidad solo era un joven melenudo y lleno
de piercings pero en su mareo lo veía por quintuplicado; curioso, pensó, como
en los documentos mensuales para la dirección, por quintuplicado. El buen samaritano
lo sentó en un banco de madera donde en una astilla le rasgo, pierna derecha,
el pantalón; un siete enorme que dejaba entrever el calzoncillo blanco y sus
piernas peludas y muy blancas. Medio conmocionado trato de recomponerse pero el
dolor no le dejaba concentrarse bien. El joven le decía de ir al hospital, a
urgencias pero el le respondía que debía ir al trabajo, que tenía que llegar a
su oficina, cosas importantes, negocios, dinero, salario. El borracho que vivía
en el banco cabreado con el intruso, pensando en que posiblemente le robase el
lugar, su lugar de toda la vida, le
vomito encima como diciendo que no se metiera en su territorio, que se buscase
su propio banco.
Llego tarde al trabajo, eran las nueve pasadas, por primera vez en su vida y, tras la bronca
de rigor por la tardanza y el aspecto deplorable, no digamos del olor que
desprendía, lo despidieron a distancia y
con gestos.
Llego, en cambio, temprano
a casa, temprano y abatido, queriendo darse una ducha y poder cambiarse de
ropa. Eran las diez horas treinta minutos, y encontró a su mujer con otro; según ella, no
era otro, era el de siempre. La escena era absurda, todas esas lo son,
ridículas, un mal chiste. La mujer, ex, más
bien a partir de esa entrada, le hizo la maleta ante la sonrisa sardónica del
testigo inoportuno que se tapaba sus cosas con una toalla blanca, la suya de
siempre, y salió de la casa con el alma en los suelos. Menos mal que le dejaron
el tiempo justo de limpiarse y cambiar
de ropa. “La casa me la quedo yo y los niños, por supuesto, gilipollas” le
espeto la ya su ex en la puerta que se cerró como una condenación a los
calabozos de la soledad.
No podía pensar que más le podría salir mal. Andado como un
autómata se fue al café de la plaza, viejo y de grandes cristaleras. Era absurdo,
pensó el, que a las once y media de la mañana, con su pequeña maleta, estuviera
en aquel café en el que no entraba desde sus tiempos de la universidad. Era
absurdo también que después de años de trabajo toda su vida se resumiera en
aquella maleta mínima, se sentía casi desnudo como los hijos de la mar aunque
el era más bien de aviones y aires. Su reflejo en el gran espejo mostraba ya
los estragos de la situación y de la vida.
El café le quemo la garganta, en la impresión le vivieron
ganas de llorar, y una furia consigo mismo inexplicable. Se sentía airado, violento sin dejar de
sentir la inutilidad de todo. Años de trabajo y familia tirados por la borda en
unos minutos, un pequeño accidente, una broma cómica de algún Dios juguetón.
Los minutos pasaban sin darse cuenta, en un vacio de mente y
alma mientras se abrían dudas y verdades. Vio el ticket de la consumición en un
pequeño platillo de metal reluciente, un euro con cuarenta céntimos. Pago con
desgana, casi llorando. Se pregunto qué podría hacer. ¿Una pensión? ¿La casa de
un amigo por unos días? ¿Un abogado?....llamo al camarero y le entregó el
dinero. Eran las once y cincuenta y siete. El garÇón comprobó el dinero, se dio
la vuelta y avanzo con paso tambaleante hacia la caja central. Por el camino
atendió la llamada de una joven guitarrera, tomando nota de su pedido.
Entrego todo al viejo arrugado y de grandes mostachos de la
caja, el de siempre, el eterno, eternamente empotrado en un sitio minúsculo. Pulsó
el precio y, al coger las monedillas de la vuelta, sonaron campanas como cristales rotos. Un
grueso y orondo camarero de chaleco reluciente, frac y un puro en la boca, bajó por las escaleras
de las oficinas con una bandeja enorme, con un chasquido seco de los dedos de
la mano derecha se rodeo de todos los
camareros con bengalas encendidas y se acercaron a la mesa de aquel hombre, nuestro mísero y desgraciado
protagonista, y haciéndole entrega, eran las doce en punto de la mañana, lo sé por las campanadas del reloj de la
sucursal bancaria de enfrente que se puso a dar esas doce campanadas, de las
llaves del coche que le había tocado en ese mismo momento, un coche rojo como
la sangre recién derramada, le iba describiendo el grueso camarero, descapotable,
un deportivo para conquistar y poder
vivir en la absoluta velocidad, en
cuatro segundo se ponía a ciento cuarenta kilómetros a la hora, con un precio equivalente
al de un apartamento mediano, una joya de la mecánica Ferrari de la que podía
elegir el color, con unas curvas sinuosas y aerodinámicas….nadie entendió la
blancura que se extendió por su rostro,
nadie entendió el porque el dolor del corazón, nadie entendió el miedo que se instauro
en su cara y como gritó como un poseso, un loco, un orate mientras se mesaba
los cabellos…
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