Las flores van siguiendo la huella del sol en el cielo, tontamente
enamoradas del mismo sol que las agostara con la fuerza de sus rayos. Lo siguen
y lo persiguen estirándose como un ICARO de color que quisiera romper ramas y
volar. Antes, alcanzaran la madurez de su color, de su néctar dulce y oloroso
que llama a los bellos colibríes. No las escuchamos pero cantan todo el día, es
una vibración armónica con sones de Bach o del canto de los monjes que las
escuchan y aprenden de su música y las
imitan.
Lloran cuando una compañera muere antes de tiempo, sintiendo
que algo falla en su universo tan bien concebido.
Plenas en el campo, llenan de color al universo y entran en
la psiquis de los humanos para dejarles un poso de felicidad y tranquilidad,
que, normalmente, no tienen.
Saborean los días de vida que tienen, usan y disfrutan de
cada segundo y mueren, ¡no!, no mueren, se transforman en semilla o en fruto o
en energía de otro ser pero, además, siempre quedaran en los lienzos geniales
de un Van Gogh o Gauguin o Degas o Dali o Sorolla.
Son, en su breve tiempo de paso, casi eternas, retenidas en
los parpados de los dioses grises y adornando, para siempre, el parnaso de las
musas.
Pero, cuidado ¡también están esas otras flores, engañabobos,
capturando al insecto amoroso que se les aproxima y, verdugos y salvajes como
el hombre, lo destruye en su ansia frenética de violencia y sangre y, soberbias,
como pozo de tortura y muerte y transformación!
Y las flores, todas las flores… son zen.
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