El río de siempre que siempre esta cambiando, nunca es el
mismo, nunca vemos sus mismas aguas, rumbo a morir al mar porque siempre esta
muriendo.
Llega con su canción, aunque nadie le entiende desde los
tiempos de los antiguos elfos; el canta a la vida de sus aguas, de las plantas
de sus riberas, de los campos de cultivo a los que da la vida, de los millones
de pequeños animales que viven con el.
Su voz es alegre como el tintineo de miles de pequeñas
campanillas y su ritmo es el de violines escarchados tocados por bellas
luciérnagas.
Va jugando con el
murmullo de la brisa en las hojas de los árboles, en el croar de las
ranas, en la llamada de los grillos y absorbiendo el trino amoroso de los
pájaros.
En su marcha al mar se llena de brillos, titilan como si las
estrellas nocturnas bajasen a sus aguas y se metiesen en su risa.
Llega y se va bordeando lomas, pequeñas montañas, acaricia
viejos puentes, mueve los ya en desuso molinos de agua, se emociona con los
jóvenes remeros en los remansos con los que compite en velocidad (siempre les
deja ganar).
Hermosa sierpe de plata, juega con los mosquitos, saluda a
los colibríes de patas blancas, se deja patinar por las elegantes libélulas y
se zambulle en los rápidos, donde, ha tiempo, supero en fuerza y constancia a
las montañas y, el río, mi río, nuestro río, que también es zen, es como el
triste y desolado Prometeo, (el del hígado comido día tras día por el águila),
en el infierno de un presente continúo.
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