Desde el banco del jardín, con dulces gusanos bajo la tierra
que pisamos, contemplamos a las gaviotas que con su extraordinario sonido y
bello vuelo buscan alimento por las llanuras castellanas.
Nace el ave en su nido de plumas y paja, apenas un trocito
de carne famélica que clama por la comida diaria. Su futuro incierto se reviste
de bellas galas, hermosura en las plumas que cubrirán su cuerpo y el vuelo
prodigioso sobre los cielos nítidos y azulados.
Son como flores de plumas del cielo en una danza al compás
de aires y calores. Son un ramillete de mil colores con alas en búsquedas
incansables de armonía o muerte.
Corta los cielos salmantinos con velocidad abandonando el
nido con sus polluelos que claman por su calor y alimento; no le falta la
piedad por el nido en calma, es la angustia del hambre suyo y el presentido de
los demás.
Gira incesante buscando las corrientes ascendentes de aire
para “ciclear”, coger altura, para
volver a bajar y desplazarse sin gasto de energía con un vuelo de planeo
pausado y elegante, al ritmo de una endecha campesina en su “crotoreo” como
saludo a la pareja en el nido mientras, las mujeres de la zona preparando la
comida, “machacan el ajo” a su compás. Porque no saben cantar, solo un golpear
de picos en un ruido sonoro y trepidante que te alegran el alma porque, ese mismo
sonido, hace que sepas que están ahí, que siguen ahí, que, aun no se han ido y
con ellas el buen tiempo. Y con ese sonido te adormeces en el banco rojo del
parque dejando la novela a un lado.
Con su vuelo elegante parece que toca el cielo con sus alas
y, como no quiere bajar, hace sus nidos, prodigio de arquitectura, en lo más
alto o sagrado que encuentra y del que nunca se desprenderán hasta su muerte.
Es el rito amoroso de las dos, palo a palo, paja a paja, en común,
con los dos picos que lo posan suavemente en el nido tras un breve juego de
sitio y altura.
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