En Huelva, cerca de la Puebla trabaje unos meses, algo más
de un año.
Sorpresa de cocina, de gente y de paisajes.
La obra estaba muy a los pies de La Virgen del la Peña.
Un lugar pintoresco y delicioso. A medio camino de La Puebla
y Tharsi, otra rareza en estos campos patrios.
Me gustó y me gusta el nombre de Tharsi, viene con ecos de lejanía,
de otros tiempos y otras gentes. Algo así como de fenicios, los cartagineses o
mas antiguos aun.
Tharsi no era un pueblo más, era, de entrada, una mina
abandonada y una pedanía de otro más grande. La gente, antiguos mineros, vivía
en casa pequeñas, de un blanco inmaculado, en calles ordenadas y rectas,
siempre limpias. Las casas y las tierras donde se asentaban no eran de sus
habitantes. Habían sido de la empresa de la mina, lo mismo que la escuela. Las
hacia la empresa para los trabajadores y cuando la mina llegaba a las casas
habitadas, hacía otra urbanización mas alejada y trasladaba a la gente allí, al nuevo pueblo.
Incluso llegaron a trasladar la iglesia. Una sorpresa. Otra, a la salida del
pueblo, dirección San Bartolomé, un pequeño cementerio olvidado y mal mantenido
que, mas tarde me entere, era el cementerio protestante, el de los técnicos
ingleses que enterraban en suelo patrio, para nosotros, lejos de la tierra que
les vio nacer.
A lo que iba, pues allí, en la obra, como unos amigos mas,
pasaban todos los días una pequeña piara de jabalíes. La madre, la mas grande,
delante y detrás de ella en fila india ocho jabatos, mas bien jabatitos. Se
colaban por la puerta de seguridad, bajo la barrera, ante los ojos del agente
de seguridad, bordeaban la oficina aun no terminada y girando a la derecha se metían
en los bosques lejanos. Yo miraba el grupo con una cierta cariño, algo inusual
para mi pero ciertamente bello. Los trabajadores a mi alrededor lanzaban
siempre el mismo comentario sobre una buena caldereta de carne de jabato,
jóvenes de carne fresca y tierna, buenísimos, tenían que estar buenísimos.
Así durante varios meses. Tuve que ir a Sevilla, la ciudad
de las maravillas (si no lo digo reviento) y al volver, busque al grupo en mi
primer día. Mi desilusión fue patente, me quede atónito viendo a la madre,
andaba ya mas con la cabeza en el suelo y mas lenta, seguida por solo cuatro
jabatos que habían dado un crecimiento espectacular, ya robustos y gordos. La
gente a mi alrededor, cuando les comentaba el caso, se reían groseramente y decían
que alguien se los había bien aprovechado. Yo sentí lastima y pena por nosotros
y la pobre jabalí.
Y así siguieron haciendo el mismo recorrido, la madre y los
cuatro que quedaban. Me consolaba pensando en accidentes, en alimañas pero, en
el fondo, sabia que no era así.
Cuando me fui, no mucho mas tarde, con las maletas en el
coche, estuve esperándoles; no aparecieron. Se que jamás volvieron por allí.
Jaime, el encargado, con el que aun mantengo una buena amistad por teléfono, me
lo dice: se los comieron, seguro, por aquí ya no pasan, desaparecieron.
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