En Huelva,
cerca de la Puebla trabaje unos meses, algo más de un año.
Tharsi no
era un pueblo más, era, de entrada, una mina abandonada y una pedanía de otro más
grande. La gente, antiguos mineros, vivía en casa pequeñas, de un blanco
inmaculado, en calles ordenadas y rectas, siempre limpias. Las casas y las
tierras donde se asentaban no eran de sus habitantes. Habían sido de la empresa
de la mina, lo mismo que la escuela. Las hacia la empresa para los trabajadores
y cuando la mina llegaba a las casas habitadas, hacía otra urbanización mas
alejada y trasladaba a la gente allí, al
nuevo pueblo. Incluso llegaron a trasladar la iglesia. Una sorpresa. Otra, a la
salida del pueblo, dirección San Bartolomé, un pequeño cementerio olvidado y
mal mantenido que, mas tarde me entere, era el cementerio protestante, el de
los técnicos ingleses que enterraban en suelo patrio, para nosotros, lejos de
la tierra que les vio nacer.
Así durante
varios meses. Tuve que ir a Sevilla, la ciudad de las maravillas (si no lo digo
reviento) y al volver, busque al grupo en mi primer día. Mi desilusión fue
patente, me quede atónito viendo a la madre, andaba ya mas con la cabeza en el suelo
y mas lenta, seguida por solo cuatro jabatos que habían dado un crecimiento
espectacular, ya robustos y gordos. La gente a mi alrededor, cuando les
comentaba el caso, se reían groseramente y decían que alguien se los había bien
aprovechado. Yo sentí lastima y pena por nosotros y la pobre jabalí.
Cuando me
fui, no mucho mas tarde, con las maletas en el coche, estuve esperándoles; no aparecieron.
Se que jamás volvieron por allí. Jaime, el encargado, con el que aun mantengo
una buena amistad por teléfono, me lo dice: se los comieron, seguro, por aquí ya
no pasan, desaparecieron.
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