Soledad
(VIII).
Hora punta
en un vagón de metro abarrotado. Algarabía de voces y gritos, empujones
discretos y algún manoseo de viejo verde
putrefacto...una babel de hablas y razas, de actitudes y formas, de sonido y
olores. Imposible no sentirse un tanto agredido por esa exultante proximidad de
gente ajena, desconocida, cada uno con su cruz a cuesta y su destino diferente.
Unos pocos, los menos, leyendo un libro que, aun no sé porque, normalmente lo
llevan forrado para que no se vea el titulo, para que nadie se entere que leen.
Otros, los más jóvenes con cara de sueño van repasando lecciones que dejaron de
lado en unos tiempos que dedicaron a
otras cosas como guasapear o a jugar con la maquinita matando zombis
(nosotros, en nuestros viejos tiempos, matábamos marcianitos). Los mas con su
móviles a cuestas moviendo los dedos para escribir en un teclado misérrimo y a
unas velocidades inhumanas mientras, de vez en cuando, se les escapa una
sonrisa tonta; me acordaba yo de mi madre, que en paz descanse, aquello de los
locos que se ríen solos...y unos poquitos, solo unos poquitos, sentados en su
asientos, duermen...confío en que se despierten antes de que tren arranque en
su bajada.
Un vagón de
metro como siempre con unas personas de siempre, a las horas de siempre de todos
los días...
Allí estaba
yo, medio adormilado, con un codo puntiagudo en mi espalda, un bolso asesino
golpeándome el vientre, tratando de no caerme encima de la señora de enfrente y
agarrándome como podía en una barra lejana.
Y de pronto
la vi...ajena a todo, en una esquina de la puerta de salida, con la mirada
perdida en un punto alto y lejano, como mas allá de Marte y Júpiter y Pluton...joven,
bonita, delgada, altura estándar, con un rostro dulce de Madonna gótica, ojos
de tierra húmeda, un bolso negro colgaba de su hombro izquierdo, ajena a este
prosaico mundo, huida de todo lo que la rodeaba.
Mientras la
miraba, un segundo apenas, que es de mala educación mirar fijamente a la gente
mucho rato, un grueso lagrimón le cayó por su mejilla. Ni se inmuto, siguió tal
cual, en su mundo de dolor y soledad. A esa primera lagrima le fueron
sucediendo otras...le alargue con cierta vergüenza mi paquete de pañuelitos de
papel (eché de menos el pañuelo de tela blanco e inmaculado que normalmente
llevo encima pero que este catarro de semanas hace necesario el uso de los de
papel). La cría se bajo de sus nubes solo una centésima de segundo, miro el
paquete y me hizo un gesto de que no al tiempo que del otro ojo una nueva riada
de lagrimas empezaban a caer...negó con la cabeza y con la manga de la chaqueta
se limpio la cara.
El tren paro
y se abrieron las puertas. Salimos. Ella quedo allí, en su rincón, en su
soledad y sus penas.
Espero y
ruego que sea feliz, que sus penas sean como la espuma del mar, ligeras y que
difuminan pronto. El tiempo todo lo cura y los temores de joven se ven casi
ridículos ya a nuestra provecta edad.
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