Un café con leche (III).
Allí sentado, absorto, auto compadeciéndose, estaba bien y
tranquilo, hasta se diría que feliz. Un rictus de media sonrisa se había
quedado en sus labios.
El local era amplio, de tonos rojos y mesas desperdigadas.
Una barra de madera barnizada se estiraba por el fondo y, detrás de ella, un hombretón
de brazos tatuados atendía con cierta indolencia a la clientela. Dos jóvenes
camareras se movían entres las mesas atendiendo peticiones y guiños y
esquivando pellizcos.
No recordaba si había pedido algo y, si lo había hecho, que podía
haber comandado.
Se sentía confuso, perdido. Felizmente confuso, felizmente
perdido.
Su reloj de pulsera estaba parado como el del bar en la
pared, como su conciencia.
No sabia como pasaba el tiempo, no entendía como estaba allí
y que hacia allí.
Del mediodía a la tarde y, de esta, a la noche. Oscurecía. No le traían nada.
Levanto el brazo tratando de hacerse notar a la chica
pelirroja, la que le caía mejor, pero, esta, paso a su lado como si tal cosa, ignorándolo
totalmente.
La tenue luz de la bombillas hacia huir a las sombras hacia
las esquinas.
En la esquina de la ventana una afanosa araña construía su
tela en un prodigio de matemáticas y orden cósmico.
Y él estaba allí, pegado a la tela de araña, con el cuerpo
de mosca y veía como la negra se acerca babeando y los aguijones de la boca se abrían
y se cerraba… ¿Cuándo vendrá mi café con leche? Pensaba.
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