Le darán la
medalla de oro al trabajo, más de catorce horas diarias de jornada todos los
días, los seis y, en ocasiones siete, días de la semana.
Si no se la
dan será una injusticia, se la merece. Activo, dejando y sacrificando a la
familia por el trabajo; su mujer cabreada y abandonada, sus tres hijos casi
unos desconocidos. Incluso el menor con complejo de falta de padre pues se ha
perdido totalmente su infancia.
Se va a primera hora tras un desayuno rápido y
frugal, vuelve a las dos o dos y cuarto para comer con todos, una comida
presurosa y rápida, sin degustar lo que come; siempre, eso sí, alaba la comida,
los platos tan bien elaborados de la mujer que se esmera siempre por él
ansiando con el retenerlo un poco más en casa.
Vuelve por
la noche lleno de papeles y programas que se pone a rellenar en casa después de
la cena. Mientras ella, con los ojos nublados,
mira la televisión, el trabaja
sin descanso en el ordenador y se envía cientos de correos para el día
siguiente.
No para, ha
adelgazado, esta macilento y gris, falto de fuerzas y de sol.
Los sábados
trabaja un poco menos, pero todas las mañanas para el tajo, ocho horas como
mínimo. Alguna tarde también. Incluso algún domingo con gran cabreo de la mujer
paciente y santa. Son días, como él les dice, de ofertas presurosas, de plantas
solares que van a revolucionar el mundo de la energía, o de clientes
maleducados que no saben o no quieren
entender las circunstancias del mercado.
A pesar de
todo su sueldo no es nada del otro mundo. No hay, en su nivel, horas extras, o
prebendas especiales o gratificaciones por obra entregada. Nada de nada; un
buen sueldo, si, que sirve para llegar a final de mes con los gastos escolares
de los niños y pagar la hipoteca y comer bastante bien, poco más.
Un sacrificado,
eso es él. Un sacrificado por la empresa. A veces, con la boca pequeña, parodia
sobre la situación delante de los suyos: “Hay dos tipos que no pueden coger
vacaciones, son imprescindibles. Uno son los imprescindibles. Los otros lo que
tienen que estar allí para que nadie se de cuenta de que todo va bien sin
ellos, que son prescindibles, que sobran, que no hacen nada”
Pero la
realidad es otra muy distinta. Por las tardes, nadie lo sabe, no trabaja. Huye
a refugiarse junto a su hija secreta y escondida.
Sus amigos
no lo saben. Su familia, centrada y segura, no tienen ni idea.
Un amor
loco, una pasión temporal, el resultado: una niña, su hija, la locura.
Teóricamente
está trabajando pero no en su empresa, está con su hija. La merienda, los
deberes, el paseo, la educación, las viejas historias familiares, la esperanza
en el futuro reflejada en los ojos limpios e inocentes de una cría de cinco
años, el volver a una juventud perdida que le da los pocos años de la niña, el
abrirse a un nuevo mundo y tiempo, descubrir la vida con los nuevo y grises
ojos tan parecidos a los suyos, ¡se parece tanto a la abuela!….
Su mente
loca y dividida en una neurosis que le parte el alma. Esta partido pero sabe
que no puede fallarle a la niña, su niña, la inocente de todo y, casi siempre,
recuerda a su mujer allá en la casa con
los ojos nublados. La niña de sus ojos. Y, con ella, vuelve a ser feliz, joven
y atrevido, renovado de espíritu, un padre, un hombre.
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