Monday, October 02, 2017

Por la tarde.


Le darán la medalla de oro al trabajo, más de catorce horas diarias de jornada todos los días, los seis y, en ocasiones siete,  días de la semana.

Si no se la dan será una injusticia, se la merece. Activo, dejando y sacrificando a la familia por el trabajo; su mujer cabreada y abandonada, sus tres hijos casi unos desconocidos. Incluso el menor con complejo de falta de padre pues se ha perdido totalmente su infancia.

Se va  a primera hora tras un desayuno rápido y frugal, vuelve a las dos o dos y cuarto para comer con todos, una comida presurosa y rápida, sin degustar lo que come; siempre, eso sí, alaba la comida, los platos tan bien elaborados de la mujer que se esmera siempre por él ansiando con el retenerlo un poco más en casa.

Vuelve por la noche lleno de papeles y programas que se pone a rellenar en casa después de la cena. Mientras ella, con los ojos nublados,  mira la televisión,  el trabaja sin descanso en el ordenador y se envía cientos de correos para el día siguiente.

No para, ha adelgazado, esta macilento y gris, falto de fuerzas y de sol.

Los sábados trabaja un poco menos, pero todas las mañanas para el tajo, ocho horas como mínimo. Alguna tarde también. Incluso algún domingo con gran cabreo de la mujer paciente y santa. Son días, como él les dice, de ofertas presurosas, de plantas solares que van a revolucionar el mundo de la energía, o de clientes maleducados que no saben  o no quieren entender las circunstancias del mercado.

A pesar de todo su sueldo no es nada del otro mundo. No hay, en su nivel, horas extras, o prebendas especiales o gratificaciones por obra entregada. Nada de nada; un buen sueldo, si, que sirve para llegar a final de mes con los gastos escolares de los niños y pagar la hipoteca y comer bastante bien, poco más.

Un sacrificado, eso es él. Un sacrificado por la empresa. A veces, con la boca pequeña, parodia sobre la situación delante de los suyos: “Hay dos tipos que no pueden coger vacaciones, son imprescindibles. Uno son los imprescindibles. Los otros lo que tienen que estar allí para que nadie se de cuenta de que todo va bien sin ellos, que son prescindibles, que sobran, que no hacen nada”

Pero la realidad es otra muy distinta. Por las tardes, nadie lo sabe, no trabaja. Huye a refugiarse junto a su hija secreta y escondida.

Sus amigos no lo saben. Su familia, centrada y segura, no tienen ni idea.

Un amor loco, una pasión temporal, el resultado: una niña, su hija, la locura.

Teóricamente está trabajando pero no en su empresa, está con su hija. La merienda, los deberes, el paseo, la educación, las viejas historias familiares, la esperanza en el futuro reflejada en los ojos limpios e inocentes de una cría de cinco años, el volver a una juventud perdida  que le da los pocos años de la niña, el abrirse a un nuevo mundo y tiempo, descubrir la vida con los nuevo y grises ojos tan parecidos a los suyos, ¡se parece tanto a la abuela!….

Su mente loca y dividida en una neurosis que le parte el alma. Esta partido pero sabe que no puede fallarle a la niña, su niña, la inocente de todo y, casi siempre, recuerda a su  mujer allá en la casa con los ojos nublados. La niña de sus ojos. Y, con ella, vuelve a ser feliz, joven y atrevido, renovado de espíritu, un padre, un hombre.

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