Evoco, en
momentos de tedio, el submundo de la ciudad en la que vegeto. Esa red
intrincada de pasadizos para la canalización de agua; las vías principales del metro y las
secundarias para mantenimiento y extrañas seguridades que desconocemos; los
túneles para las conducciones eléctricas; las catatumbas tan poco en boga y tan de ciudad vieja que se
encuentran en viejos mapas que se deshacen como polvo en las manos; los
pasadizos secretos entre iglesia y conventos y fuerte militares y salidas a la
extrarradio de la ciudad que, por caprichos de este crecimiento desmesurado,
mueren en otros centros neurálgicos…
Y en esos sitios me imagino las formas vivientes
que se mueven, viven, crecen se reproducen y mueren. Muchas de esas formas
jamás ven la luz del sol, o la atisban a través de decenas de metros de
profundidad a través de barrotes de acero de los sumideros del agua de las
lluvias, o la presiente en los pocos sitios que se acercan a la superficie,
zona que evitan como maldita y peligrosa.
Un mundo en
movimiento más vital de la que creemos que esta bajo nuestros pies, sin permiso
nuestro para reclamar su cuota de derechos cuando lo consideren adecuado y
cumplir con su status vital.
A menudo
nuestra gente baja a esos túneles linterna en mano. Los seres del submundo se
esconden, huyen de ellos, escapan del apestoso olor a loción de afeitado, de la
lavanda fresca de la última ducha, de la colonia apestosa a flores moribundas,
de la palidez rosácea de la piel, porque somos, para ellos, como esos
ratoncitos sin pelaje recién nacidos. Nos odian, nos temen, nos huyen, les
damos asco y miedo.
Y nosotros,
seres de la luz, desconocemos su vida, su existencia. Preferimos no saber de su
desarrollo y como van construyendo una sociedad que vive de nuestros deshechos.
Una segunda sociedad bajo la tierra o, quizás, una tercera que es pisoteada por
los parias de los sin hogar o los recolectores de las sobras de los
supermercados.
Evoco su
comienzo de forma fugaz. Un bebe perdido, quizás arrojado por la manos de su
propia madre al canal de la aguas. Tras él, otro y otro y otro. Supervivencia
al límite, comiendo ratas e insectos varios e inmundos. Mutaciones monstruosas
por las radiaciones de las basuras y los gases fruto de la fermentación de las
aguas residuales. Reproducción endogámica por decenas de año y decenas de
generaciones que se iban adaptando, cada vez mejor, a vivir con lo mínimo.
Aprendieron la ganadería con la crianza de gruesas ratas como conejos; animales
raros son la compañía, restos desvaídos de perros siniestros. Aprendieron la
agricultura en vergeles de hongos verdosos, setas blanquecinas, plánctones
inmundos.
Y, haciendo
excursiones de rapiña por los más osados, graves ropajes que llevan en señeras
fiestas. Miran por anticuados televisores lo que pasan por el mundo al que
detestan y temen, al tiempo. Esperan, saben que caeremos, esperaran la caída
para alzarse sobre la tierra y la reclamaran en su día. Rapiñan ropa y niños;
son miles de niños perdidos al año que caen en sus manos que los moldean a sus
formas, con su odio al sol y la luz; otra forma más de regenerarse y crecer.
Los mas, sobreviven, los muertos se los comen…sabe que deben ser jóvenes y sin
malicia, adaptables, abiertos de mente y capaces de coexistir con lo grotesco.
Pisamos
sobre el techo de sus hogares.
Enterramos a
los muertos sobre sus restaurantes de comida rápida.
Montamos
kilómetros de tuberías para nuestras aguas fecales que son el riego fértil para
ellos y su producción.
Llenamos el
cielo de gases venenosos que envenenan la tierra y con la lluvia acida les da
el vigor de la mutación, la fuerza vital del veneno (lo que no mata alimenta).
No lo
olvidan, nos oyen. Algún día saben que solo la vida será en sus túneles
perdidos y el hombre tal como lo conocemos será solo un mal sueño del planeta.
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