Siguiendo al
hombre entre la multitud.
(A Poe, un
maestro, un sabio).
Estaba
sentada en la terraza de la cafetería, mirando sin ver, tomando un café sin
sabor, cuando, de forma súbita, me fijo de forma obsesiva en un viandante. Era
un hombre normal como podían ser
millones de hombres, ni alto, ni bajo, ni gordo, ni delgado, ni joven, ni viejo.
Todo en el era algo como indefinible, hasta si me dejáis, diría que borroso. Vestía
un tanto formal, como cientos de comerciales que buscan un potencial cliente a
quien endilgarle el último piso, (Una ganga oiga, si no se decide me los sacan
de la manos en dos o tres horas, no lo piense mas), el ultimo vehículo (dirección
asistida, ABS, un GPS de regalo, aire acondicionado de fabrica, cinco airbags y
todo incluido en el precio. No hay nada en el mercado comparable), o el ultimo
seguro (por ser usted en las condiciones de este seguro de entierros le
incluimos los dos hijos que tiene y hasta que cumplan 35 años totalmente
gratis). Su pelo grisáceo y ralo en un cabeza quizás demasiado grande.
Eran sus
ojos lo que más me llamaron la atención, como dos lentejas profundas y negras.
La boca un simple corte rojo en la carne. Y sus gestos, la cara era como una
sucesión de ¡mascaras! ¡Sí! Caretas que expresaban lo que sentía en unos
momentos.
Lo vi entre
el grupo de japoneses de visita y en orden en el centro de la ciudad y él en
medio de ellos con la falsa careta de la satisfacción. No, no la falsa, la
careta de olerlos, de mirarlos, de imbuirse en su esencia. Cuando se fueron, al
darse cuenta de su soledad, su careta fue la de la desolación, un segundo para
el cambio, un instante. Se puso frenético y comenzó a andar a largas zancadas.
Pague el
café y lo seguí. ¡Jamás hubiera hecho aquello! Me llevo por calles estrechas y
sucias, por avenidas abiertas con viejos arboles que arrojaban sobre las aceras
sombras funestas, giró mil veces en las plazas redondas siempre buscando un
grupo de personas en donde meterse en medio. No hablaba pero, entre esos
grupos, la máscara de la felicidad doliente se instauraba en su rostro. En
medio de todos los olía, los miraba con una cierta lujuria, como si comiera de
ellos.
Cuando quedaba
solo era el abatimiento total, como si le acometiese el miedo, agorafobia lo
llamarían algunos, y se ponía a andar rápido, mecánicamente, arbitrariamente
por las aceras en busca de otro grupo. Nunca vi a nadie tropezar con él, nunca
un codazo, un roce, un choque, en el último instante se apartaban de su lado,
presintiendo su malignidad. Y así de grupo en grupo cayo la tarde y vino la
noche. Las calles se vaciaron de gente. La máscara de él era la estupefacción,
la duda, el miedo, el vacio, el terror a las noches de insomnio; un conjunto
terrible de sentimientos encontrados y criminales que se encendían en sus ojos,
todos a la vista en el mismo momento.
Me acerque a
él, me puse en frente. Me miro sin ver, sus ojos pasaron a través de mi cuerpo,
un gesto de empezar a oler y una mueca instantánea de disgusto:
-A usted
todavía no, no, no, todavía no, todavía no, no, no, es mucho……-y se alejo con
sus grandes zancadas rumbo a Dios sabe dónde.
Me quede
clavado en este sitio, donde estoy ahora, tratando inútilmente de no entender
lo que me dijo, de olvidar sus palabras, de volver al principio, en la cafetería, tomando café en la terraza y no ver la
hombrecillo que camina entre la multitud.