Mara y la
selva en casa.
“¡Mama, la
primera flor!”. Me grito en esta mañana triste y lluviosa, un sábado de finales
de marzo en el que la temperatura es más bien primaveral. Estaba en la cocina
preparando una ensalada de arroz como primer plato de la comida.
Me acerque
al balcón y mire con Mara al lado donde en la maceta que habíamos plantado
hacia ya la friolera de tres años unos bulbos de dos tipos de plantas que no
recuerdo y ni me acordaba. Los había traído Mara de la clase de Ciencias naturales
como uno de esos trabajos para hacer en casa. Compramos en el chino del barrio una
maceta rectangular, tierra especial para plantas y los metió uno a uno,
separándolos en dos partes.
La flor era
amarilla, pequeña y bella, su tallo se había combado como queriendo mirar a la
tierra de donde había salido como si para ella fuera toda una sorpresa. Como
para mí. Recuerdo que las regábamos de vez en cuando al principio. Mara iba
anotando la evolución en un cuaderno, al principio claro. La sorpresa del
brotar las primeras ramas de los bulbos, hojas largas y estrechas y muy verdes.
La desilusión de la niña cuando en vez de florecer se fueron mustiando hasta
casi desaparecer. Eso fue el primer año. El segundo fue como el doble de lo
mismo, es decir, nada de nada; salieron las hojas verdes como lanzas hacia el
cielo y a medio camino se doblaban por su propio peso y quedaban como una uve
invertida pero de las flores ni pajolera idea. Nada de nada.
Dejamos de
cuidarlas, de regarlas en verano, de echarles un poco de abono (mis polvos
mágicos de la floristería de la esquina), de quitar esas pequeñas malas hierbas
que amenazaban con ahogar los bulbos. Nos olvidamos de ellas, pero la madre
naturaleza no, muy sabía la vieja, muy constante, muy dura, dándonos siempre
una lección. Allí quedaron en el balcón a expensas de la lluvia, de los fríos
invernales, de la nieve escasa que cayó algún día, de los vientos, de las
palomas y sus mierdas, del sol y el calor del estío. Un incordio para fregar el
balcón.
Pero este
año, ¡sorpresa!, es la naturaleza, es Gea, la ramada se hizo tremenda a
comienzos de marzo, una gran mezcla de verdes que más de una vez me hizo pensar
en cortarlas y a la basura. Pensé que los bulbos se habrían ahogado con las abundantes
lluvias invernales, pero no, equivocación total, y hoy, una de ellas ha
florecido como colofón de un pequeño y carnoso pedúnculo. Es una flor pequeña, toda
amarilla, con una primera corola como un disco de seis pétalos y otra interior
más pequeña como formando un tubo: son Narcisos. Mirando con atención vemos que
hay mas, tres varas como mínimo y otra, una cuarta, que yo creo que es de un
tipo diferente, ya veremos cuando florezca.
Mara, como
no, le ha hecho fotos, mil y una, todas un desastre de enfoque. Javi ha dicho
de cortarla y ponerla en el jarrón. Mara se ha puesto en jarras y le ha
amenazado con mil males si se atreve a tocarla.
Es preciosa,
un botón de luz en esta ciudad de cemento; una esperanza amarilla de dulzura y
creación; pequeña muestra de belleza que llena el corazón de envidia.
Te da su
leve perfume, se asoma a la calle como con miedo y la fragilidad que tiene da
como algo de miedo.
Poco durara,
días, me temo. La primavera ha llegado a mi balcón en forma de bellos y
amarillos narcisos.
(De estos días en que escribí lo de arriba
hasta que lo he publicado pues otras tres flores se han abierto, un pequeño
bosque florido en mi balcón de la calle. Las cuatros son narcisos, preciosas.
Esta noche pasada el viento ha
acamado las flores, las ha derribado por los suelos. Hemos tenido que ir
improvisando para levantarlas. Unos pinchos de madera para barbacoa, unas
pinzas para el pelo, un poco de hilo de coser…
El rosalito, apenas diez centímetros
tiene un pequeño capullo, como el de todos los años y la ruda, con su verde tan
característico, ramea esperando ese 24 de Junio del sacrificio)
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