Thursday, May 21, 2015

Mara y la selva en casa.


Mara y la selva en casa.

“¡Mama, la primera flor!”. Me grito en esta mañana triste y lluviosa, un sábado de finales de marzo en el que la temperatura es más bien primaveral. Estaba en la cocina preparando una ensalada de arroz como primer plato de la comida.

Me acerque al balcón y mire con Mara al lado donde en la maceta que habíamos plantado hacia ya la friolera de tres años unos bulbos de dos tipos de plantas que no recuerdo y ni me acordaba. Los había traído Mara de la clase de Ciencias naturales como uno de esos trabajos para hacer en casa. Compramos en el chino del barrio una maceta rectangular, tierra especial para plantas y los metió uno a uno, separándolos en dos partes.

La flor era amarilla, pequeña y bella, su tallo se había combado como queriendo mirar a la tierra de donde había salido como si para ella fuera toda una sorpresa. Como para mí. Recuerdo que las regábamos de vez en cuando al principio. Mara iba anotando la evolución en un cuaderno, al principio claro. La sorpresa del brotar las primeras ramas de los bulbos, hojas largas y estrechas y muy verdes. La desilusión de la niña cuando en vez de florecer se fueron mustiando hasta casi desaparecer. Eso fue el primer año. El segundo fue como el doble de lo mismo, es decir, nada de nada; salieron las hojas verdes como lanzas hacia el cielo y a medio camino se doblaban por su propio peso y quedaban como una uve invertida pero de las flores ni pajolera idea. Nada de nada.

Dejamos de cuidarlas, de regarlas en verano, de echarles un poco de abono (mis polvos mágicos de la floristería de la esquina), de quitar esas pequeñas malas hierbas que amenazaban con ahogar los bulbos. Nos olvidamos de ellas, pero la madre naturaleza no, muy sabía la vieja, muy constante, muy dura, dándonos siempre una lección. Allí quedaron en el balcón a expensas de la lluvia, de los fríos invernales, de la nieve escasa que cayó algún día, de los vientos, de las palomas y sus mierdas, del sol y el calor del estío. Un incordio para fregar el balcón.

Pero este año, ¡sorpresa!, es la naturaleza, es Gea, la ramada se hizo tremenda a comienzos de marzo, una gran mezcla de verdes que más de una vez me hizo pensar en cortarlas y a la basura. Pensé que los bulbos se habrían ahogado con las abundantes lluvias invernales, pero no, equivocación total, y hoy, una de ellas ha florecido como colofón de un pequeño y carnoso pedúnculo. Es una flor pequeña, toda amarilla, con una primera corola como un disco de seis pétalos y otra interior más pequeña como formando un tubo: son Narcisos. Mirando con atención vemos que hay mas, tres varas como mínimo y otra, una cuarta, que yo creo que es de un tipo diferente, ya veremos cuando florezca.

Mara, como no, le ha hecho fotos, mil y una, todas un desastre de enfoque. Javi ha dicho de cortarla y ponerla en el jarrón. Mara se ha puesto en jarras y le ha amenazado con mil males si se atreve a tocarla.

Es preciosa, un botón de luz en esta ciudad de cemento; una esperanza amarilla de dulzura y creación; pequeña muestra de belleza que llena el corazón de envidia.

Te da su leve perfume, se asoma a la calle como con miedo y la fragilidad que tiene da como algo de miedo.

Poco durara, días, me temo. La primavera ha llegado a mi balcón en forma de bellos y amarillos narcisos.

(De estos días en que escribí lo de arriba hasta que lo he publicado pues otras tres flores se han abierto, un pequeño bosque florido en mi balcón de la calle. Las cuatros son narcisos, preciosas.

Esta noche pasada el viento ha acamado las flores, las ha derribado por los suelos. Hemos tenido que ir improvisando para levantarlas. Unos pinchos de madera para barbacoa, unas pinzas para el pelo, un poco de hilo de coser…

El rosalito, apenas diez centímetros tiene un pequeño capullo, como el de todos los años y la ruda, con su verde tan característico, ramea esperando ese 24 de Junio del sacrificio)

 

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