Velatorio.
Nadie lloraba tanto en el velatorio del abuelo como
la mujer de la esquina. Ni la abuela que, incansable, iba atendiendo a todo el mundo, de una
habitación a otra, al salón y de allí a
la cocina. Ni las mujeres, “las lloronas profesionales” que estaban para
eso, llorar y llorar y llorar. Ni sus hijas, mis tías, ni las nietas lograban
hacerse oír tanto. Bueno a las lloronas las llaman “plañideras”.
El abuelo lucia esplendido en su ataúd abierto,
sobre la cama del dormitorio con sus cuatro grandes cirios encendidos en las
esquinas. Recién afeitado, lavado y vestido por las vecinas. Su traje negro de
los domingos y la corbata, también negra, le resaltaban su tez cerúlea y un
tanto azulada que se le había alisado como por encanto; sobre los parpados cerrados
le habían puesto unas medallas de santos. Su pelo entre canoso y grisáceo era
el de siempre, muy corto, a lo militar. Una cruz de madera en la pared, se
inclinaba levemente sobre su rostro placido y sereno y era como si el Cristo lo
mirara dulcemente en su agonía, como un amigo de toda la vida. La tapa del
ataúd la habían puesto al lado de la
ventana, vertical y apoyada en la cómoda donde guardaban la ropa de vestir. Al
otro de la cama se veía, tapado por una sabana vieja y blanca, el ataúd de la
abuela, similar en todo al otro, y, colgada de un gancho, su mortaja.
La gente del pueblo, ante la atenta mirada de
la abuela que iba como pasando lista,
llegaba, visitaba al difunto, le rezaba o hacia que le rezaba y se iban al
cuarto correspondiente, al de las mujeres donde estaban mis tías que lloraban y
se mesaban los cabellos o al salón, el de los hombres, con sus aguardientes,
sus cigarros y sus chiste guarros. Solo unos pocos, de la familia, le besaban
en la frente.
Mis recuerdos son de entrar en una casa con una
atmosfera muy cargada, a humo de tabaco y velas y maderas quemadas en la
cocina. El aire estaba impregnado de una lentitud extraña, como si todo se
hiciera a ritmo muy lento, pausado, terriblemente desfasado de las voces y los
ruidos; me recordó, de pronto, a un disco puesto una velocidad más baja de la
adecuada o a una película, como pasaba a veces en el cine del barrio, que se
trababa y avanzaba a trompicones. Había cuchillos en las voces histéricas más
que dolor. Y vi como la gente negaba la muerte, estaban allí no por el difunto
sino para decirse a sí mismo que estaban vivos, que a ellos no le había tocado la
negra; hoy el abuelo, mañana… ¿mañana? Y
por eso ese toque picante que era sexual tanto en las mujeres como en los
hombres. Para negar la muerte se cuentan chiste verdes, se mira de otra forma a
las mujeres prometiendo placeres y descendencia. Porque de siempre los niños
nacen nueve meses después de las bodas y de los funerales. Ley de vida, el
miedo nos atraviesa y esa noche follamos como locos olvidando temores
infantiles, creyendo que así hacemos huir a la Parca sin saber que el amor es
como morir un poco cada día.
Me llevaron, a mí, el nieto mayor, a ver al abuelo.
No quería verlo, quería recordarlo como realmente era, como lo tenía en la
cabeza. Esa montaña de hombre fuerte y duro con su portentosa voz. Con su caminar recio y sin pausa por los
montes, dando órdenes a los hombres, haciendo los trabajos más duros e
imposibles, enfrentándose a pecho descubierto al matón del grupo que se ponía
farruco y que agachaba, de forma inevitable,
la mirada ante el poderío físico
y la generosidad de la bota de aguardiente que, siempre, sacaba a tiempo
para todos.
No era mi abuelo, lo dije en voz alta. El hombre que
estaba dentro del ataúd no era mi abuelo. Mi abuelo era mucho más grande, mas
alto, tan ancho como un armario ropero, lleno de miles arrugas sabias, de
sonrisas bonachonas y cansinas, sobre todo con unas manos grandes como palas de
cavar en las que las venas azulada sobresalían como pistones: no era mi abuelo.
Aquel de allí tenía unas manos planas, leves, como vacías por dentro. Se
parecía más a una cascara vacía, a un globo en forma de persona al que se inflo
demasiado. Se lo dije a mi padre que me sonrió tristemente. Se lo dije a mi tío
mayor que me dio un cachete en la cabeza y me dejo por imposible. Incluso se lo
dije a mi abuela que lloro un momento en silencio antes de abrazarme muy fuerte
y volver a ponerse en marcha con aquel dinamismo y vitalidad que siempre tuvo,
olía a vainilla y soledad, a noches futuras al calor de la lumbre, a añoranzas
y deseos.
Me llevaron, no recuerdo quien, al salón con los
machos. Yo no entendía ese beber con ansia, ese fumar de forma compulsiva, esos
chistes que sabían que eran feos y guarros y que no era capaz de entender, esas
miradas a la otra habitación procaz y poco sutil.
Sobre todas la voces destacaba un llanto tremebundo
que, poco a poco, fue absorbiendo el rastro de ruidos y voces y frases y
dolores. Me quede con aquel ruido atronador, el resto dejo de tener sentido
para mí. Seguí el rastro que dejaba en el aire de la casa que me llevo a la
otra sala, a una esquina casi en las sombras, a una mujer invisible salvo por
sus alaridos. Me quede cerca de sus pies descalzos. La mire largo rato aunque
sabía que era de mala educación. Si no fuera por sus alaridos no sabría que
allí estaba esa señora toda de negro, con su compulso pecho subiendo y bajando
como un fuelle a presión. El velo le caía sobre la cara como una tela de araña.
Me sorprendía que solo yo estuviese preocupada por la señora, como si solo yo
la oyese, como si yo fuese el único capaz de sentir sus lloros y gritos.
Un engranaje empezó a dar vueltas en mi cerebro y
hacer ruido, como un grillo melómano siguiendo con un ritmo prefijado. Los
pensamientos se unían y se enlazaban como cometas en una batalla aérea. A la
idea del abuelo que no era se unía la de esa señora con velo y llanto mientras
los espectadores de la función éramos el resto de personas que estábamos en
aquella casa. Todos éramos como actores de un mal drama, tanto mi padre como
yo, mi abuela, mi madre, todos estábamos interpretando algo burlesco o
prohibido y, por mi edad, no me habían
dicho la verdad pensando en que no me enteraría de las cosas. Quedaba como
atacar esa situación, no podía preguntar de forma abierta, no sabía cómo darle
la vuelta a la tortilla, frase tan de mi padre. Tenía que hacerme el inocente,
pero no con mis padres, ellos pronto verían el brillo de mis ojos, entenderían
que detrás de las preguntas habría algo mas pues por algo me conocían y
demasiado bien. No con mis tíos que solo bromeaban y me tomaban por el pito del
sereno. No con mis primos demasiado inocentes como para aceptar la burda trampa
que estábamos viviendo. Lo decidí con un fuerte dolor de cabeza y toda un tribu
de africanos de la selva exuberante de Trazan empezó a
golpear los tam-tam en el medio de mi confuso cerebro.
Me acerque, arrastrando los pies, a la abuela con el
cierto miedo que me daba y con la valentía de mis pocos años y le pregunté,
señalándola con mi mano derecha, quién
era aquella mujer, porque lloraba tanto si no era de la familia, si era una
desconocida. Le pregunte medio balbuceando porque estaba allí donde no debería
estar. La abuela me miro desde su metro cuarenta y poco y cogiéndome del brazo,
haciéndome inclinar sobre ella, me
susurro al oído que era una pobre mujer, vecina de la aldea, a la que su hijo la había echado de casa y no
tendiendo a donde ir pues se había metido en el velatorio a llorar su
desconsuelo y hacer tiempo mientras comía algo y estaba acompañada.
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