Segunda dosis.
Cuando arranque la hoja del mes vencido, octubre y
contemple la del nuevo mes, noviembre, me entro una súbita flojera en las
piernas, un mareo que casi hace que me cayera al suelo al tiempo que una leve
jaqueca se alzaba en mis sienes.
Todo se llenos de miedo, el miedo que una brisa fría
se introdujo en mi pecho haciendo boquear, buscar aire inútilmente. Me apoye en
la mesa de la cocina, de formica blanca, como la de miles de hogares.
Tengo un gran y hermoso calendario tras la puerta
del armario de cocina donde guardo aquellas cosas de uso no tan usual o a
menudo: ambientadores, plumeros, papel de aluminio o plástico de reserva, de
reserva, también, el papel de cocina o pañuelitos de papel. Un largo
batiburrillo de cosas útiles y necesarias. En ese calendario de mes por hoja
que renuevo todos los finales de diciembre voy anotando todo. Cuando digo todo,
es todo. Citas, médicos, reuniones, cumpleaños, santos, fiestas, horarios
dispersos o anormales; la fecha del periodo mío y de Mara, sus exámenes cuando
nos dan las fechas…y un larguísimo etcétera.
Tachada en rojo, color sangre, muy tachada para que,
impactando visualmente en los ojos, no se pudiera olvidar estaba la fecha de la
segunda dosis de la vacuna de Mara. Viernes 7 de Noviembre, 17 horas. Al lado
ponía: Willibrordo, santo; Francisco Palau, beato; Florencio de Irlanda, santo;
Lucia de Settefonti, beata; Herculano de Perugia, Obispo y Mártir, santo.
Me senté a respirar. Ya habían pasado los dos meses
desde la primera, ya había olvidado todo el miedo y temor, el susto que se
llevo, por lo menos, cinco años de mi vida y con ello traído alguna cana a mi
pelo.
Llame a Ed, le avise, le recordé que se había
comprometido a llevarla él. Pero no podía ser, me lo había avisado, reunión
hasta última hora de la noche, los visitantes de no sé qué empresa alemana. Me
volvía a tocar a mí.
Lo reconozco, estaba asustada pero al mal tiempo
buena cara y, sobre todo, que Mar no notase mi temor.
Fuimos. La enfermera se asusto más que yo cuando la
vio y vio que le tocaba a ella de nuevo.
La sentó en un sillón. Se puso a conversar de forma
histérica y tonta de histerismo y tonterías. Le iba apartando la cabeza al lado
contrario de la inyección, el hombro derecho, pues la niña estaba empeñada en
contemplar el desaguisado. Hablando y hablando, en un momento cogió aire en sus
pulmones y ¡zas! Le clavo la aguja y, muy despacio, muy despacio, le fue
inyectando el liquido.
Mara toda tranquila decía que le dolía un poco.
Le dio un chicle, como a una niña pequeña. Lo cogió
y se lo metió rápidamente en la boca con la intención de levantarse y que nos
fuéramos pero, rápida y ágil como una serpiente al ataque, la enfermera, la
sentó y le ordeno cinco minutos de reposo y cualquier cosa que sintiese se lo
dijera.
Cinco minutos que la fui observando con
minuciosidad, como un científico miraría a uno de sus experimentos. La
enfermera iba haciendo sus cosas pero, también, de reojo la miraba una y otra
vez.
Pasaron los minutos. Yo expectante. La enferma de hurtadillas. Mara mascando chicle.
Pasaron los minutos. Yo expectante. La enferma de hurtadillas. Mara mascando chicle.
Nos fuimos, tranquilas. Yo feliz. La invite a un
refresco respirando aire fresco. Próxima visita, la ultima, dentro de cuatro
meses. La recuadrare en rojo en el nuevo calendario del 2009.
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