Se enfadó.
Se enfada
siempre, por nada, por la mínima. Sin humor alguno, atravesada consigo misma y
con la casa en la que vive y sus moradores.
Cualquier
cosa hace que salte, la comida que no le gusta, un capricho que no se le
consiente, la compra que no se le hace, la camiseta que busco toda la mañana y,
al final, no la compra, los deberes que tiene que hacer, su habitación que
tiene que ordenar, la escasa paga, el
móvil que ya tiene seis meses y esta caduco, el champú que no tiene
camomila, los sofás viejos, la casa sin pintar, su habitación pequeña, la hora
de llegada cuando sale con las amigas, sus muslos que son muy grandes...
Lo último,
que quiere mechas en el pelo, que le demos el dinero para la peluquería para
cortarse y ponérselas como no sé quien de no sé qué serie que ha visto en no sé
qué revista juvenil y como no se lo he dado pues dos días sin casi hablarme, de
moros. Claro que sabe que cuando tenga que ir me lo tendrá que decir de nuevo
¿Y entonces? ...
No saluda
por las mañanas, nos ha negado el beso de llegada por la tarde, siempre con el
gesto adusto y duro...inaguantable, para nosotros y para ella aunque aun no lo
sepa. Y, al tiempo me rio de la situación, es ridícula pero... ¿Y esto es el
comienzo de la adolescencia? ¡Que alguien nos coja confesados!
Eso sí,
cuando recibe una llamada de teléfono,
amiga o amigo, todo le cambia, le
brillan los ojos, le adelgaza la voz estirada en el sofá se ríe, o , en otros
momentos, se va rápida y veloz a su habitación con sus secretitos susurrados; en
esos momentos se hace la feliz y alegre, extrovertida y simpática, la autentica
Mara.
Cierra el
móvil y vuelve a su disgusto existencial, a ser la presa encadenada de los
padres, la victima que nadie entiende, la adolescente oprimida.
Vendrá,
claro que vendrá, se tendrá que caer de ese pedestal en que se ponen como a
todos nos ha pasado antes o después. Tendrá que acercarse y aceptarse a sí
misma y moderarse y moldearse. Y allí estaré yo, como siempre, como todas las
madres.
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