Un café con leche.
Tuvo un lapsus de varios segundos. Nunca pudo saber cuanto
tiempo fue en realidad. Unos segundos, una eternidad, ¿Qué más daba?
Salió de su ensimismamiento preguntándose donde estaba.
Tardo un poco en concentrar su vista en el café caliente y humeante, en la mesa
y las sillas, el ventanal que daba, a su derecha, al aparcamiento y, mas allá,
una rala arboleda, la barra del bar, la camarera rubia zigzagueando entre las
mesas. Miro para abajo y contemplo con dudas su pantalón vaquero, viejo y
desgastado, sus zapatos de siempre, negros y de cordones. La luz del sol que se
iba atenuando le hizo recordar que era por la tarde. Había entrado a tomar el
café con leche de todos los días, corto de café y la leche templada… ¡el
medico!
Fue a la salida de la consulta del doctor Delgado, el
urólogo, su urólogo. La noticia había sido buena, estaba bien, en la revisión
anual, nada nuevo. Sin novedad, que era siempre la mejor noticia.
Un premio, un café a las seis de la tarde. Después le
costaría conciliar el sueño, ya lo sabía pero la alegría que experimentaba bien
lo valía. Quizás viese aquella película que le habían regalado por
navidades, el Don Quijote de Orson
Wells, que el listillo de Franco la había mal montado y vendido como si fuera
una obra maestra del maestro por excelencia. Como siempre, se lo hacia desde ya
seis años, el doctor, como un pervertido contumaz, le metía el dedo en el culo
para tocar su próstata; ya no se azoraba como antes aunque seguía disgustándole
profundamente. Todo bien, un café a deshora.
Espera…eso había sido por la mañana, lo recordaba bien. La
consulta a las diez, después volvió a casa. ¡Si! Volvió a casa. Entonces ¿Qué
hacia en el café? ¿Qué había hecho durante el resto del día?
Su reloj le marcaba las siete de la tarde. Las sombras se
alargaban estirándose sobre el asfalto negro del parking. Una música estridente
sonaba lejana, cansina, odiosa.
El médico, el café, su casa, su mujer. ¿Si?
Su mujer estaba en la casa, en la planta primera, en el
dormitorio, desnuda y brillante sobre la cama revuelta. Iba recordando cada
gota de perlado sudor de su cuerpo, como brillaba irisada a la luz del sol.
Sobre todo recordó la del pezón que trémula, bajó por el pecho cayendo sobre la
almohada. Sintió amor por su vieja mujer, sintió deseo de nuevo y una emoción
juvenil recordando cuando la conoció, cuando hicieron el amor…
La camarera se acerco a el y le pregunto si estaba bien.
Farfullo mas bien que hablo, que si, que otro café.
Su mujer, hermosa como nunca, sobre la cama y el libre de
pensamientos sobre la próstata y otras cosas.
Las sombras de los árboles y de los coches avanzaban como
largos dedos hacia el, se estiraban en un deseo de alcanzarlo. Sintió una
pequeña opresión en el pecho.
¿Qué podía hacer su mujer desnu….? ¡No!, no era esa la
pregunta que le había venido a la cabeza. La pregunta era ¿Qué hacían esas
gotas de sudor sobre el cuerpo de su mujer desnuda sobre la cama revuelta? La
respuesta le dio miedo sin saber bien por que.
Dio un paso y entro en la alcoba. No cerró la puerta. El
reloj despertador estaba en las diez de la mañana.
La puerta del baño, a su derecha, se abrió y salio, por
ella, un joven musculoso e imberbe. Se quedó mirándolo atónito, su mente se
quedo en lo de “sin un solo pelo”. El joven salio como perico por su casa,
llevaba una toalla azul en la mano y se iba secando el pelo (Solo pensaba en
como podía ser no tener un solo pelo por el cuerpo, era anormal.) se acerco y
se sentó en el borde de la cama al tiempo que tocaba el hombro de la desnuda dormida
y le decía: “Me parece que te han pillado”.
No espero y se fue. No hubo portazo, no hubo gritos ni
histerismos. Solo salio pensando en los hombres imberbes o depilados y en la
próstata que le estaba dando una tregua.
Y allí estaba, lamentándose en una café de mala muerte de
Dios sabe donde.
Pagó y salió.
El tráiler con tubos de acero para un aerogenerador le paso
por encima.
“Salió de pronto, sin
mirar, como si quisiera que la tierra o mi camión se lo tragara”-fue la
declaración del camionero.
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