Está sentado en la mesa de la cocina, con aire ausente, la
mirada perdida en la silla vacía del otro lado. En su lado un plato con la
pobre cena de esta noche. Un vaso rojo de cristal medio lleno es la única nota
de color de la mesa.
En frente, en el otro lado, con una silla vacía, sobre la
mesa de formica blanca, un plato vacío, unos tenedores y un vaso también vacío.
Cada vez que lleva algo a la boca siente como una puñalada
en el hígado. Come sin ganas, mirando el
asiento vacío de enfrente.
La echa de menos. Ya pasaron más de dos años pero sigue
echándola de menos. No le perdona el que se hubiera ido sin el.
Para él, el dolor no es de ese insulso músculo que es el
corazón. No. El dolor es algo muy complejo, hecho de extrañas combinaciones químicas,
de hormonas, de proteínas, de feromonas, de ácidos y peaches que se combinan y
destruyen, de potasio y hierro, combinado todo con unos porcentajes de
ausencia. Por eso el corazón, con su
heridita, no es el dolor. El corazón no sufre. EL sufrimiento es una patada directa
al hígado, una puñalada al hígado, un retorcerse de riñones e hígado.
Todas las noches, con la caída del sol, hace el mismo ritual, pone la mesa para los dos,
se hace, tristemente, el filete a la plancha, unas pocas patatas fritas y un trocito
de tomate. Se sirve, casi siempre, un buen vaso de vino, el de la aldea, sin
bautizar y sin química. Antes hacia cena para dos pero todo terminaba en el
cubo de basura. Se siente inútil y solo, se siente como un superviviente de una
gran traición al que le queda cenar como una rutina de años y la soledad
inmensa.
Come en silencio, mirando al vacío.
Sabe que la muerte es una gran broma cósmica. Que la gente
debiera morir a pares o en tríos o en grupo, que dejar una pata colgando sobre
un triste planeta es una injusticia y un sinsentido.
Y, a veces, incluso odia a su mujer por dejarle, por
abandonarle antes de tiempo. Quisiera seguirle allí donde estuviese, seria tan fácil,
pero su educación le dice que matarse es el único pecado que jamás, jamás, le
seria perdonado y sigue viviendo con la silla enfrente vacía y esa copa de vino
medio llena de algo que, realmente, no es vino y que no tomara nunca…y la
esperanza de que, con la noche, le haya llegado la hora final y, con ella, el
final de la soledad y de esa espera, segundo a segundo, de la muerte que no le
visita.
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