Lo vi venir
a lo lejos. Solo un hombre, un pobre
hombre incomprendido y zarandeado por la vida, destrozado por la búsqueda y la
esperanza, que siempre es lo único que le queda, de encontrarla.
Serian las
dos de la madrugada en la Dehesa. Allí estábamos toda la panda. Los cinco de
siempre nada más que con nuestras botellas de vodka y la coca cola como una simple
excusa; algún petardo en el bolsillo pues el resto ya estaba fumado y bien
fumado. Las sombras de los árboles del parque y la noche en si nos creaban el
ambiente necesario de complicidad y dejadez. Estábamos en las sombras, éramos
sombras. Decíamos tonterías, y nos reíamos de más tonterías.
Maduro, en
los cincuenta y tantos o algo más, bien vestido con su camisa azul de manga
corta, pantalón vaquero y unos zapatos del montón. Más bien grueso, de buenas
espalda y llena su cara de arrugas que le daban un toque hasta distinguido, del
abuelo que todos quisiéramos tener algún día.
Primero pasó
por el grupo de los gitanos. Se rieron de él y hasta le tiraron alguna piedra.
El, lo vi con una mezcla de asombro y de compasión, aguanto estoico y terco
pero ante la inutilidad se fue. Lo vi vernos y acelerando el paso se nos
acerco. Estábamos muy achispados y el último petardo había dejado medio groggys
a todos menos a mí que me encontraba más lucido y triste que nunca.
Lo vi como
daba cada paso hacia nosotros, como el suelo se adaptaba a su pisada, como las
manos se balanceaban mientras apretaba de forma convulsa un móvil en una y unas
llaves, las de su casa, en la otra, como medio sonreía pensando que nosotros podríamos
ser el grupo que buscaba. Llego y nos fue mirando a la cara uno a uno, la decepción se le marco
e iba a darse la vuelta para seguir en su búsqueda de lo que fuera cuando le
pregunte que quería, si era de la policía, que buscaba…simplemente dijo que “Buenas
noches, estoy buscando a mi nieta de quince años que no sabemos dónde está, se
fue de casa y todavía no ha vuelto; pensé que podría estar por este sitio, se que
viene, a otras horas, por supuesto, por aquí con sus amigos del colegio pero…ya
veo que no, no molesto…perdonen”
Me levante y
le abrace por el hombro, se encogió de miedo ante el gesto. Me saque el pañuelo
del bolsillo y le seque un pequeño rastro de sangre sobre la ceja producido por
alguna piedra que le había acertado.
“No se
preocupe abuelo, si la vemos le diremos que se regrese a su casa. Que usted la
está esperando con miedo por ella y lo que le pueda pasar. Que desean que
vuelva. Váyase tranquilo que nosotros hasta el alba no nos vamos de aquí…”
Y con una
sonrisa, hizo el gesto mágico de juntar las manos un solo segundo y bajar un
poco la cabeza. Me emociono. Me dio las gracias y dándome la espalda, se
encamino a su casa, arrastrando levemente los pies, donde le esperaría su mujer o sus hijos,
siempre preocupados, siempre esperándole.
Se llama
Anselmo, es el portero del edificio donde sobrevivo, lo conozco un poco de
verlo todos los días trajinando o limpiando o peleándose con los carteros
comerciales o haciendo recados a las viejecitas del edificio. Todos los viernes
hace lo mismo, después de la cena sale en busca de la niña que se escapo de
casa después de una gran bronca con su madre y no volvió, no saben donde esta o
que es de ella. Todo sucedió hace ya la friolera de tres años pero él no cesa,
siempre sale a la misma hora, todos los viernes del año; siempre hace el mismo
recorrido, siempre las mismas preguntas, de la calle de Francos a la Dehesa, de
ahí a los jardines de Don Quijote….A veces lo tratan mal, una pena.
Cando le
veáis en su trabajo es una persona normal, atento y amable, pero con una herida
que siempre sangra en su corazón, una herida de las que no se ven.
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