Wednesday, September 30, 2015

Problemas en la playa (5).- Las (reales) vacaciones y el viaje hacia el infinito y mas allá.


V.- Las (reales) vacaciones y el viaje hacia el infinito y mas allá.

No tenéis que esperar quince días para contaros lo del coche: “Si algo tiene que salir mal, saldrá mal. Si algo no tiene que salir mal, también saldrá mal”. Axioma inmutable y de obligado cumplimiento en el comienzo de vacaciones o demás.

Si, el fin de semana anterior a la salida revisas el coche. Compruebas aceites, liquido de frenos, el dibujo de las ruedas, el agua para el refrigerador, las zapatas de los frenos. En el garaje le ven presiones, consumos, etc.…Un coche a punto. Si, tiene unos añitos encima pero ha ido bien, esta mejor cuidado y con la revisión y la limpieza pues perfecto.

Esa mañana cargáis las maletas, montáis y…no arranca. Pruebas un par de veces sin ahogarlo pero nada. Buscas ayuda y lo arrancas con la ayuda de un vecino que tiene cables de arranque. Te pones en marcha y vas al taller más cercano, ya te conocen. La batería fatal, caput, rota. Hay que cambiarla. Dejas a la mujer en casa con los niños y tú y el coche a comprar una batería y ponerla. Es sábado, al taller del barrio. Problema con los terminales pero una hora y ya está. De nuevo a montar y en marcha.

El sol calienta. Pone la mujer el aire acondicionado. Un olor apestoso sube rápidamente a la nariz de todos lo ocupante, es un olor como a huevos podridos. Abres la ventanilla tratando de ventilar el interior. El aire que sale de las rejillas es calentucho y es lo que huele. Paras el aire acondicionado, un asco.

Los críos empiezan a protestar, tiene calor, sudan y, encima, se aburren. El calor los asfixia y los pone de peor humor que lo normal.

Los kilómetros pasan bajo las ruedas a nuestro paso.

Parece que algún pueblo esta de fiestas, ruidos de cohetes. El coche parece perder un poco la dirección. Lo dominas bien y paras en el arcén. Un reventón. Hay que cambiar la rueda, menos mal que hay de repuesto. La policía se para pensando mal pero al ver la situación cambia y hasta te ayudan. Les das las gracias, los críos se aburren.

Arrancas por enésima vez, con ganas de regresar a casa y olvidarte de viajes y de todo: sofá y tele, quince días de reposo absoluto y fuera.

Más kilómetros, más tiempo encerrados, calor dentro, sudor y lágrimas. Paramos a comer, es casi la mitad del camino. Mala comida, recalentada. Al menos dentro del local se está fresquito.

Nuevo arranque. Nos para otros polis a la salida del pueblecito. Me ponen una multa por exceso de velocidad. Les digo que es imposible dado que nunca paso del límite y más con los niños viajando conmigo. Les añado que hemos parado a comer en el restaurante, una hora y media aproximadamente, por lo que es imposible ir a ciento cincuenta por hora. Físicamente imposible. Mecánicamente imposible. No atienden a razones y me llevo la multa sin firmar, por supuesto y con un cabreo, por mi parte, de mil cojones. Perdón por la expresión.

El tiempo y los kilómetros pasan. El coche empieza a ir a tirones, casi se me para en una pequeña loma. Al bajar vuelve a ir alegre y como si nada. En la siguiente cuesta vuelve a pasar lo mismo. Cojo la primera salida y busco un taller. Esta abierto y un hombretón maduro y calvo nos atienden en seguida y enseguida ve nuestro problema. Coge el coche y hace un par de pruebas conmigo de copiloto. La mujer y los críos a la cafetería, fresquitos. Le saca el tapón del depósito y este se abre con un ¡plubbb! Alto y grande. Me explica que es un problema del aireador del depósito. Va haciendo vacio y la válvula no funciona, lo mejor es que si vuelve a pasar simplemente abra el tapón del depósito y vuelta a marchar. Me cobra 50 euros y en marcha. La mujer protesta porque no está totalmente arreglado. Le explico que hay que vaciar todo el depósito, desmontar este y limpiar esa valvulita, todo un trabajo para nada. Los críos a protestar por nada.

Con esto y unos kilos de sudor de menos llegas alucinado a puerto. Todo empieza de nuevo, año tras año.

Friday, September 25, 2015

Problemas en la playa (4): Las (reales) vacaciones y el apartamento de la dimensión desconocida.


IV.- Las (reales) vacaciones y el apartamento de la dimensión desconocida.

¡Aaahhhh! El apartamento. Prometí contar las cuitas que nos acontecen con el apartamento de la playa. Antes debo deciros que soy de costumbre fijas si me dejan, que nunca es el caso; si trabajo con una agencia que funciona medianamente pues todos los años con ellos, salvo que se porten muy mal que, en ese caso, me busco otra. Mi mujer no, es mas hoy con estos, el año que viene con otros, etc…siempre buscando el mejor precio, la mejor calidad, alguna ventaja de última hora, es decir, el desconcierto y a la aventura funesta.

Así, después de más de seis horas de viaje en coche, esa es otra, ya os contare, da para mucho este encanto del numero del cochecito, los niños en el asiento trasero y las autovías llenas, y los bocazas conduciendo y los autobuses abusando,  etc….llegamos a destino. La búsqueda de la oficina de alquiler. La odisea de encontrar la oficina de alquiler de apartamentos de playa. La calle se encuentra, el número no. Después de pasar por el mismo sitio unas cinco veces pues a bajar y preguntar. A la primera una viejecito local nos indica un sótano, bueno, mitad sótano, mitad oficina y mitad taller de coches con una zona de supermercado local. Una chica gordita y afable nos recibe y le decimos que venimos por el apartamento alquilado y aquí, cada año, siempre pasa algo de lo siguiente:

Uno, que no encuentre nuestro nombre ni la reserva tras buscar inútilmente entre media docena de papeles dispersos y que no tienen nada que ver con nosotros. “Hay un problema, -nos dice con voz queda y educada, casi un hilillo de voz por lo que tengo que acercar el oído izquierdo que es con el que oigo mejor. -No tienen reserva confirmada y tenemos todos los apartamentos ocupados”. Le decimos que si tenemos reserva y le muestro la confirmación por internet debidamente impresa. “¡Ahhhhhh!, pues si que la tienen, vaya fallo, un fallo gordo, a ver qué podemos hacer, porque no dan un paseo mientras trato de ver que se puede hacer y les consigo el apartamento en cuestión” al tiempo mira al papel que le presento y nos mira poniendo los ojos en blanco. Le decimos que no, que esperaremos si hay algo donde sentarse. Ella, apartándose un poco,  empieza a llamar por teléfono, cuchicheando como si no la oyéramos, como si no nos enteráramos que está llamando e informando a su jefe primero, a la responsable de los apartamentos después, a las de limpieza mas tarde y a la responsable de llaves por ultimo. Más de una hora y media después nos da las llaves y unas leves indicaciones para llegar a nuestro apartamento por quince días, como si todo hubiese ido como la seda.

Dos que encuentre nuestro nombre y la reserva pero que están limpiándolo, que volvamos, por favor, casi nada, el tiempo de un cafecito,  una hora más tarde. Cosa que, sin remedio, haremos pues ya sabemos que como mínimo el retraso será de tres horas.

Tres, que nos den las llaves a la primera. Nos ofrezcan una tele por una módica cantidad y, ¡alucinante! Un bono gratuito de aparcamiento por el tiempo de nuestra estancia con una sonrisa profiden que me da miedo. El miedo que me da en estas situaciones supera con mucho al que pase viendo “El exorcista”.

Y cuatro, que digan que nos dan un apartamento superior porque el que alquilamos está ocupado por un error de anterior oficinista. ¡Qué miedo!

Todas las oportunidades coinciden en el espacio y el tiempo en que vamos al apartamento en cuestión. Llegamos y entramos, entro yo primero (el burro va delante para que nos se espante) y, claro, hay gente dentro haciendo de las suyas, en cueros y sudando. (Es el famoso síndrome del piso equivocado) Salgo como una exhalación y les digo que esperen y me voy corriendo a la oficina primera, le explico, a la misma chica,  que el apartamento está ocupado por una banda de chicos y chicas  y que no entiendo nada. Primero pone cara de tonta  o de que soy tonto y no me entero de ná pero que de ná. Después me dice si abrí la puerta. Consternado le digo que sí, que abrí la dicha puerta, que entre y vi y me tope con una orgia y, claro, le aclaro, como voy con los niños y la mujer no me pude añadir a la misma.

Abre la boca como no entendiendo nada y vuelva al teléfono a cuchichear y musitar y ¡sí! ¡Sí! ¡Sí!. Viene al poco una mujeruca grande, de las de antes, con un gran manojo de llaves  y se hablan al oído (Cosas al oído cosas de bandidos) (Cosas a la oreja, cosas de viejas). Al rato se me acerca me roba las llaves de la mano con un  tirón,  casi con violencia un tanto contenida y me da otras llaves de otro apartamento diferente, de otro edificio diferente. Solo le faltaba dármelas de otra ciudad de vacaciones.

El siguiente problema es el más simple, vas  a la dirección que te han dicho y abres la puerta, mejor dicho, intentas inútilmente abrir la puerta con las falsas llaves que te han dado y, claro, hay que volver a la oficina, a la misma chica que ya se está cansando de ver tu careto a todas horas,  a recoger las correctas. (El famoso síndrome de las llaves equivocadas). Si, reconozcámoslo, nos cambia las llaves sin reírse en nuestra cara y hasta con una cierta amabilidad, ya hay confianza y amistades así se hacen muchas veces.

La tercera es que tú has pedido (y pagado)  un apartamento con vistas al mar y al castillo y todo lo que ves es una pared de ladrillo desconchada y sucia, sin luz. Con tres habitaciones según prospecto y solo hay dos. (El famoso síndrome de: “es que el salón es el tercer dormitorio con el sofá cama que es muy confortable”). Y, claro, sale el famoso síndrome de la sonrisa estúpida sintiéndome estafado pero sin capacidad de hacer nada.

Con la una o con las otras entráis, mientras suena en la radio lejana el “¡aleluya, aleluya.......aleeeeellllluuuuyaaaaaaaaaa!” que parece de cachondeo, en el apartamento vacio…. ¡y tan vacio! No hay nada, sin ropa de cama, sin toallas,  ni ná de ná, ni cacerolas en la cocina y sin tenedores, ni cuchillos, sin vasos, ná de ná. No encuentras ni esos horrorosos cuadros colgados de las paredes que hasta dan pesadillas. Llamas a la agencia y le explicas todo. Sí, que falta la ropa de uso, el menaje de uso y, casi lo peor, está sucio, muy sucio y “lleno de arena”. Le tienes que jurar que TÚ no te lo has llevado, casi lloras tratando de inspirar una piedad que no tienen. Te prometen que irán unas personas a dejar el apartamento en condiciones y si podéis darles una media hora de margen. Ya, desesperado, le dices que sí, que lo que sea pero que lo hagan de una puta vez. (Tu sicólogo diría: depresión inter-vacacional que se cura con unas dosis de “tranquilmazin” y un periodo no menor de dos meses de trabajo rutinario y de aguantar a tu jefe o a tu suegra. El efecto suele ser el mismo sobre los nervios.”)

No es media hora de espera sino otra hora y media larga tras la cual aparecen la chica de la oficina, (“se estará quedando contigo”-piensas poniendo cara de bobo y cambiándola por otra de Don Juan seductor absurdo), y la otra, la mujerona que te cambio las llaves y, ambas, las dos,  se ponen con su mejor voluntad a limpiar y pertrechar el piso. Ya habían cerrado, la gente en sus casas, no hay nadie en quien confiar, etc.….Tu mujer se pone con ellas a la faena. La ropa la vas tú distribuyendo en sus sitios  haciendo las camas, ¡qué remedio!…

Ya instalados, cenáis y a dormir. Os esperan quince días de playa…..el comienzo va por buen camino, por el buen camino de sorpresa y sorpresa y sorpresa…

Sunday, September 20, 2015

Problemas en la playa (3): La comida.


III.- Hora de comer. Ye hubiera gustado irte antes, tú solo, sin nadie y poder acodarte en la barra a tomar una cervecita muy fría y una patatillas o aceitunas. No te dejan ¿Cómo vas a ir solo? Te dicen siempre y dejan pasar tiempo y tiempo sin hacer nada.

Tú, inocente de ti,  les replicas que vas guardando sitio que después esta todo ocupado y que tardareis más de media hora en coger mesa. Solo te dicen ¿Cómo vas a ir solo? Como si no pudieras ir solo. Solo vas al trabajo, al chiringuito por los helados, por las botellas de agua fría, al aseo a cagar (perdón por la expresión). A todo vas solo pero ir al restaurante a coger sitio mientras te tomas la birra y un aperitivo a eso no, no señor, no puedes ir solo.

Y, claro, cuando se han levantado y llegáis todo está ocupado. El camarero casi ni os atiendo y os dice mínimo media hora. Pasan tres cuartos de hora y seguís esperando que alguna alma caritativa se tome el último café o helado, se levante y se vaya con viento fresco. Por cierto, que a estas alturas del verano lo del viento fresco es una estupidez.

Os sentáis justo en la única mesa que da el sol. No hay otra, estarán comprometidas o reservadas o será la maldición de Babilonia (seguro que allí no hacia tanto calor y no habría tantos mosquitos).

Otra larga media hora y aparece el camarero con la carta en ingles. Le dices a su culo, ya se ha dado la vuelta para atender a otros como nosotros, que por favor la de “en español”. Te mira sin mirar, apenas un esbozo de girar la cabeza y asiente con esa mueca de asco y desprecio tan teatral y perfecto que te dan ganas de meterle el zapato por el culo de una buena patada pero…como no llevas zapatos pues ¡se siente!

Media hora más y aparece con la carta en alemán. Le agarras de la muñeca y, mirando a  los ojos como Cage en el Motorista Fantasma le dice que por favor en español o en todos los idiomas posibles. El sonríe, mira con asco tu mano que le está tocando y se saca el menú en español, como Dios Manda. De donde lo sacó, no lo sabrás en tu vida. No lo dejas partir, lo pones allí, a pie de mesa, clavado y bufando y hacéis la petición de la comida. Ahora que ya tenéis el menú nadie sabe lo que quiere….

Media hora y vienen las ensaladas, con arena, como siempre. Claro han tenido que ir a la huerta, elegir las peores y pasadas, las que mearon perros o gatos y ponérnosla a nosotros en un plato, la búsqueda realizada por una viejecita con bastón que casi no puede andar. No discutes y aliñas y comes arena más que otra cosa. Arena bien aliñada, eso sí.

El filete, otra media hora más tarde, duro como la suela de un zapato. Solo a ti se te puede ocurrir pedir un filete en puerto de mar, te dice recriminándote la mujer. Es que el filete normalmente no tiene arena, contestas con voz aflautada tratando de morder  lo incomible. Te dan ganas de llevarle la muestra a tu zapatero para que cambie el material de la reparaciones de suela y tacón, seguro que con eso durarían más tiempo los zapatos sin reparaciones y sin agujeros.

Algo de fruta pides con ansia y fervor y ya de paso el café con leche, no sea que haya más problemas. Helados con arena para el resto de la mesa.

Es inútil, todo está perdido, mientras vas pelando la, manzana esta se llena de una costra arenosa que es indigerible. Cuanto más peles, más costra. Al final ni costra ni manzana. El café lo revuelves y revuelve pero compruebas que el azúcar no se disuelve, te gusta el café bien dulce, con mucho azúcar. ¡Claro!, piensas con decaimiento, seguro que no es azúcar, no he echado azúcar, es la maldita arena de la playa. Es café con leche y arena de playa.

Una cosa sin arena, ¡La factura! ¡La dolorosa! Arena a precio de pepita de oro. Y menos mal que ha sido el menú…eso sí, con arena.

Guardas la cartera, ya vacía, y te consuelas con unas galletitas con chocolate que tienes en el apartamento, dentro de la nevera, para la cena.

No se consuela quien no quiere. El camarero os saluda con la sonrisa torcida al tiempo que inclina la cabeza y se limpia la zona donde le tocaste, todo con una mueca sardónica y como a cámara lenta en una mala película de terror italiano, de quien piensa: estáis en mis manos pardiños, hasta mañana.

El regreso a tu zona de la playa es un pasear en el desierto, sol a plomo, estomago vacio como la cartera, quema la arena, estas cabreado, muy cabreado pero…el mar, las olas juguetonas, el calor asfixiante, la arena amorosa, los pelotazos sabrosos, los pisotones con playeras…. ¡ah! eso es la vida….

Tuesday, September 15, 2015

Problemas en la playa (2): Hablando de helados.


Hablando de helados!, es la otra anomalía pero tan real, tan real, la he observado año tras año y nos pasa a todos, varias veces en el día,  y a varias personas del entorno. Risible siempre, pero cruel. Pocas veces nos damos cuenta de ella, la dejamos pasar como algo inevitable. Nos reímos cuando le pasa al vecino pero, sabemos, nosotros estamos también condenados a sufrirla.
Te piden un helado de fresa, así, como si tal cosa, en medio de la mañana. Tu mujer haciendo ojitos, sudando a mares pues está empeñada en ligar moreno como sea, todo el tiempo que tiene, tiene prisa, no sabemos porque pero tiene prisa en ponerse negra como el tizón cuando, sabe, sabemos, todos los años es lo mismo, es que se quemara la espalda, la cabeza y los muslos y se enrojecerá las mejillas pero de moreno ná de ná. Lo dicho, tu mujer te pide un helado de fresa del chiringuito que está a más de quinientos metros. (Si no es tu mujer pues será alguien de la familia, la novia, el hijo, la hija, el compromiso de unos invitados en el apartamento, alguien de quien, en suma, no puedes negarle el capricho).

Lo del chiringuito es otra historia de terror, ya llegaremos a ella.
Allá te vas a comprar el dichoso heladito de fresa que tú odias a muerte, te da alergia pero vas y lo compras. Claro, a la demanda de uno pues todo el grupo te pide helado a gogo, todos de fresa. Para ti compras un gran helado de chocolate, el que te gusta. Vuelves relamiéndote de ganas de tu gran helado de chocolate, con virutillas, también de chocolate negro, dentro, con su galletita crujiente. Te relames, babeas bajo el sol que abrasa y la arena que te quema los pies (como siempre te olvidas de la chanclas y te has quemado a la ida ¿Cómo no te vas a quemar a la vuelta?), saboreas el momento de sentarte en la toalla y comértelo con ganas, despacio y saboreándolo.

¡Claro! Siempre se cae algún helado en ese camino. La suerte, el azar, un balón despistado que acierta en tu mano, un disco volador que vuela hacia tu mano, un empujón sin querer de unos niños jugando a dar empujones a gente con helados en las manos, una zancadilla del enemigo de todos los años, un traspiés a causa de pisar de puntillas para evitar quemarte la planta de los pies, un perro que corre tras una hebra de tela de araña, una cometa que no vuela y ataca a todo bicho viviente que lleve un helado, un agujero del niñito que juega a romper tobillos… Y ¿Cual se ha de caer?.... ¡el de chocolate! Por supuestísimo. Siempre el de chocolate, el tuyo, tus sueños a la arena como la lechera con su leche por los suelos.
Te paras y lo ves mezclado con la playa. Te quedas así unos segundos y pensando en el calor te pones en marca para entregar los encargos. La gente en tu entorno te mira y se ríe de forma melancólica recordando el día en que les paso a ellos. Y deseando que no les vuelva a pasar.

Y cuando le das el helado a tu mujer te dice que pena, que le apetecía uno de chocolate. Tú, aunque no se lo crea nadie, no la matas en ese momento. Raro es matar a alguien en la playa, las ganas no faltan pero no se hace. Solo se sufre en silencio. Sera el calor que hace, la desidia, el bajón de tensión que se produce en la playa pero no hay asesinatos en la playa. La violencia domestica casi  no existe solo arena y helados caídos como en combate.

Wednesday, September 09, 2015

Problemas en la playa (1)


Problemas en la playa, es verano aun y ya se acabaron las vacaciones. Se pueden contar

I.- Sitio de múltiples ventajas y, también, de miles de problemas a cual más desagradable. Deseos y decepciones a miles. En ningún sitio como en ese se dan las peores condiciones para que las cosas salgan bien, no se vayan de madre. Antes de nada deciros que soy un ferviente adorador de la playa, no del estar tumbado a tomar el sol, no, de pasear por la orilla, de meterme en el agua y estar una o dos horas entre nadar y jugar, o dejarme mecer por las olas haciendo el muerto, o saltando olas cuando el mar está un poco picado, o surfear las olas a cuerpo limpio cuando del mar esta intranquilo y las olas vienen grandes y rompientes.

Antes, cuando los niños eran pequeños les organizaba auténticos campeonatos atléticos en la arena, saltos de longitud, altura, destrozar castillos o realizábamos auténticos mundos subterráneos. Empezaba con los míos (eran dos, son dos) y terminábamos con diez o doce chavales en una autenticas prueba para gladiadores, mas ejercicio de que harían en mucho tiempo. Ahora ya no es posible, estos, los míos, ya no entran al juego, se consideran  mayorcitos y no voy a ponerme con los ajenos, yo un hombretón y solo, se ve mal en estos tiempos.

Pero siempre es lo mismo. La arena si va es a los ojos. Es el viento unas veces, las pisadas de la gente que no sabe andar por ella y van dejando un rastro de ojos cegados otras veces, una pelota de un chiquillo emulando a sus ídolos las más de la veces, una sacudida de la toalla de al lado (eso sí lo hace con mucho cuidado pero es lo mismo, da siempre lo mismo, es siempre el mismo resultado). Siempre hacia ti y tus sensibles ojos. Y, como norma, mires donde mires, la arena te golpeara aunque estés avisado, algo hará que se abalance sobre tus parpados y penetre entre ellos y el globo ocular, autentica tortura china.

Salvo que estés comiendo, claro, entonces por una ley inexorable y aun no formulada va indefectiblemente sobre la comida haciéndola incomible. Por experiencia la paella es una atracción irresistible para este elemento y, que conste en acta, pocas veces he comido una paella playera sin arena. A bote pronto es que no recuerdo alguna. Y es asquerosa esa arena entre los dientes, solo de pensarlo me rechinan los dientes y me asquea y babeo como en el peor de los días. Seguro que tiene que ver con algunas grasas quemadas que, creando unos radicales libres, la atraen como el imán atrae y retiene a los elementos férreos. Y no digamos una sopa, o la ensalada de siempre o, lo peor de todo, el helado con arena… ¡aghhhh!....

Hablaremos de los helados y sus caprichos, pero antes hablemos de la recogida y marcha al apartamento después de un día en la playa (lo del apartamento es para otra historia, la contare por supuesto, mas adelante). Recoges todo bajo el atento supervisor del jefe de turno (mujer, novia, amiga, madres, etc.) y avanzas. Te pica la cabeza, te molesta el sobaco, parece como algo de lija las entrepiernas y hasta la raja del culo parece que está irritada y andas incomodo tratando, inútilmente, de ajustarte bien el bañador. No lo consigues en la vida.

Vas por el paseo, todos alegres, tú con las dos bolsas, la sombrilla, la nevera, las chanclas que se te van y un rastro de arena que te sigue. No lo entiendes, nunca entiendes las cosas importantes. Te has dado buen un repaso con el agua de la playa tratando de eliminar la mayor cantidad de  arena posible. Pues bien, te va  cayendo poco a poco y dejas un rastro  como de caracol de arena rubia. O como aquel malvado de los comic de antaño como si te fueras deshaciendo en minúsculas granos, “el hombre de arena”. Hay cientos como tú, ves los rastros, las huellas. Cientos de rastros, cientos de huellas.

En casa dejas todo y te ganas la bronca de todos los días por tratar de sentarse en el sofá sin ducharte primero. Pero, en la ducha, están todos y todas, tú eres el último. No sabes dónde ponerte. Te pica todo, sobre todo la cabeza que es como una gran playa en miniatura y sin agua. A donde vayas arena que te cae. Donde tocas de tu cuerpo, arena que se cae.

La ducha, la salvación, y ves que estas con arena entre los deditos de los pies, normal. También la encuentras en los sobacos, también normal con la pelusa. ¡En el ombligo! Pero eso de encontrarla entre las pelotas, a kilos (perdón por la expresión) ¿Cómo se ha metido ahí? Y donde la espalda ha perdido su nombre también un par de kilos que amenazan con tupir el sumidero por lo que con el pie das una y otra vez apartándola del agujero y dejando correr el agua.

¿Qué no te has lavado la cabeza? Craso error. Champú  abundante y tu cabeza parece un balón de arena, apenas hace espuma. Te la lavas tres veces y no te notas muy conforme aun.

Te llaman para la cena, te secas con la toalla que te ha dejado, la que te corresponde y… ¡está llena de arena! Arena que te persigue como si fuera tu amante total y eterno. Arena rasposa y dura.

Friday, September 04, 2015

Velatorio.


Velatorio.

Nadie lloraba tanto en el velatorio del abuelo como la mujer de la esquina. Ni la abuela que, incansable,  iba atendiendo a todo el mundo, de una habitación a otra, al salón y de allí a  la cocina. Ni las mujeres, “las lloronas profesionales” que estaban para eso, llorar y llorar y llorar. Ni sus hijas, mis tías, ni las nietas lograban hacerse oír tanto. Bueno a las lloronas las llaman “plañideras”.

El abuelo lucia esplendido en su ataúd abierto, sobre la cama del dormitorio con sus cuatro grandes cirios encendidos en las esquinas. Recién afeitado, lavado y vestido por las vecinas. Su traje negro de los domingos y la corbata, también negra, le resaltaban su tez cerúlea y un tanto azulada que se le había alisado como por encanto; sobre los parpados cerrados le habían puesto unas medallas de santos. Su pelo entre canoso y grisáceo era el de siempre, muy corto, a lo militar. Una cruz de madera en la pared, se inclinaba levemente sobre su rostro placido y sereno y era como si el Cristo lo mirara dulcemente en su agonía, como un amigo de toda la vida. La tapa del ataúd la habían puesto  al lado de la ventana, vertical y apoyada en la cómoda donde guardaban la ropa de vestir. Al otro de la cama se veía, tapado por una sabana vieja y blanca, el ataúd de la abuela, similar en todo al otro, y, colgada de un gancho, su mortaja.

La gente del pueblo, ante la atenta mirada de la  abuela que iba como pasando lista, llegaba, visitaba al difunto, le rezaba o hacia que le rezaba y se iban al cuarto correspondiente, al de las mujeres donde estaban mis tías que lloraban y se mesaban los cabellos o al salón, el de los hombres, con sus aguardientes, sus cigarros y sus chiste guarros. Solo unos pocos, de la familia, le besaban en la frente.

Mis recuerdos son de entrar en una casa con una atmosfera muy cargada, a humo de tabaco y velas y maderas quemadas en la cocina. El aire estaba impregnado de una lentitud extraña, como si todo se hiciera a ritmo muy lento, pausado, terriblemente desfasado de las voces y los ruidos; me recordó, de pronto, a un disco puesto una velocidad más baja de la adecuada o a una película, como pasaba a veces en el cine del barrio, que se trababa y avanzaba a trompicones. Había cuchillos en las voces histéricas más que dolor. Y vi como la gente negaba la muerte, estaban allí no por el difunto sino para decirse a sí mismo que estaban vivos, que a ellos no le había tocado la negra; hoy el abuelo, mañana… ¿mañana?  Y por eso ese toque picante que era sexual tanto en las mujeres como en los hombres. Para negar la muerte se cuentan chiste verdes, se mira de otra forma a las mujeres prometiendo placeres y descendencia. Porque de siempre los niños nacen nueve meses después de las bodas y de los funerales. Ley de vida, el miedo nos atraviesa y esa noche follamos como locos olvidando temores infantiles, creyendo que así hacemos huir a la Parca sin saber que el amor es como morir un poco cada día.

Me llevaron, a mí, el nieto mayor, a ver al abuelo. No quería verlo, quería recordarlo como realmente era, como lo tenía en la cabeza. Esa montaña de hombre fuerte y duro con su portentosa  voz. Con su caminar recio y sin pausa por los montes, dando órdenes a los hombres, haciendo los trabajos más duros e imposibles, enfrentándose a pecho descubierto al matón del grupo que se ponía farruco y que agachaba, de forma inevitable,  la mirada ante el poderío físico  y la generosidad de la bota de aguardiente que, siempre, sacaba a tiempo para todos.

No era mi abuelo, lo dije en voz alta. El hombre que estaba dentro del ataúd no era mi abuelo. Mi abuelo era mucho más grande, mas alto, tan ancho como un armario ropero, lleno de miles arrugas sabias, de sonrisas bonachonas y cansinas, sobre todo con unas manos grandes como palas de cavar en las que las venas azulada sobresalían como pistones: no era mi abuelo. Aquel de allí tenía unas manos planas, leves, como vacías por dentro. Se parecía más a una cascara vacía, a un globo en forma de persona al que se inflo demasiado. Se lo dije a mi padre que me sonrió tristemente. Se lo dije a mi tío mayor que me dio un cachete en la cabeza y me dejo por imposible. Incluso se lo dije a mi abuela que lloro un momento en silencio antes de abrazarme muy fuerte y volver a ponerse en marcha con aquel dinamismo y vitalidad que siempre tuvo, olía a vainilla y soledad, a noches futuras al calor de la lumbre, a añoranzas y deseos.

Me llevaron, no recuerdo quien, al salón con los machos. Yo no entendía ese beber con ansia, ese fumar de forma compulsiva, esos chistes que sabían que eran feos y guarros y que no era capaz de entender, esas miradas a la otra habitación procaz y poco sutil.

Sobre todas la voces destacaba un llanto tremebundo que, poco a poco, fue absorbiendo el rastro de ruidos y voces y frases y dolores. Me quede con aquel ruido atronador, el resto dejo de tener sentido para mí. Seguí el rastro que dejaba en el aire de la casa que me llevo a la otra sala, a una esquina casi en las sombras, a una mujer invisible salvo por sus alaridos. Me quede cerca de sus pies descalzos. La mire largo rato aunque sabía que era de mala educación. Si no fuera por sus alaridos no sabría que allí estaba esa señora toda de negro, con su compulso pecho subiendo y bajando como un fuelle a presión. El velo le caía sobre la cara como una tela de araña. Me sorprendía que solo yo estuviese preocupada por la señora, como si solo yo la oyese, como si yo fuese el único capaz de sentir sus lloros y gritos.

Un engranaje empezó a dar vueltas en mi cerebro y hacer ruido, como un grillo melómano siguiendo con un ritmo prefijado. Los pensamientos se unían y se enlazaban como cometas en una batalla aérea. A la idea del abuelo que no era se unía la de esa señora con velo y llanto mientras los espectadores de la función éramos el resto de personas que estábamos en aquella casa. Todos éramos como actores de un mal drama, tanto mi padre como yo, mi abuela, mi madre, todos estábamos interpretando algo burlesco o prohibido y, por mi edad, no me  habían dicho la verdad pensando en que no me enteraría de las cosas. Quedaba como atacar esa situación, no podía preguntar de forma abierta, no sabía cómo darle la vuelta a la tortilla, frase tan de mi padre. Tenía que hacerme el inocente, pero no con mis padres, ellos pronto verían el brillo de mis ojos, entenderían que detrás de las preguntas habría algo mas pues por algo me conocían y demasiado bien. No con mis tíos que solo bromeaban y me tomaban por el pito del sereno. No con mis primos demasiado inocentes como para aceptar la burda trampa que estábamos viviendo. Lo decidí con un fuerte dolor de cabeza y toda un tribu de africanos de la selva exuberante de Trazan empezó  a  golpear los tam-tam en el medio de mi confuso cerebro.

Me acerque, arrastrando los pies, a la abuela con el cierto miedo que me daba y con la valentía de mis pocos años y le pregunté, señalándola con mi mano derecha,  quién era aquella mujer, porque lloraba tanto si no era de la familia, si era una desconocida. Le pregunte medio balbuceando porque estaba allí donde no debería estar. La abuela me miro desde su metro cuarenta y poco y cogiéndome del brazo, haciéndome inclinar sobre ella,  me susurro al oído que era una pobre mujer, vecina de la aldea,  a la que su hijo la había echado de casa y no tendiendo a donde ir pues se había metido en el velatorio a llorar su desconsuelo y hacer tiempo mientras comía algo y estaba acompañada.