Mara de excursión a Segovia.
(Aunque en las historias del “Diario de Mara” intento ser lo
mas fiel posible a los hechos pasados, en esta, me he permitido unas ciertas
libertades. La primera es unir dos sucesos distintos, que no adelanto, y la
segunda darle un cierto tratamiento literario que realmente no tuvo. Perdón por
ello y espero que os guste.)
Toda la clase de Mara (1º de Eso) fue de excursión a Segovia
la semana pasada. Fue una visita de un día, lo que fue queja general. ¡Un solo
día!
La noche anterior al día del viaje Mara casi no durmió y,
ese mañana, como todos sus compañeros, ya estaba tan cansada como nerviosa
antes de empezar.
A pie del autobús, controlando todo, don Pedro, profesor de
la clase de matemáticas y doña Rosa, jefa de estudios y tutora. Allí, antes de
subir, contaron a todos los niños, uno a uno, les dieron una bolsa con
bocadillos y bebida. Y a comenzar el viaje.
Risas, peleas, canciones durante todo un viaje de
escasamente una hora.
Bajados del autobús, en la amplia explanada de aparcamiento,
fueron directamente al acueducto romano, al lado del cual se hicieron un montón
de fotos a cual tan original como, jugando con la perspectiva, sentados en el,
abrazando a la virgen, empujándolo, etc.
Hubo unos breves comentarios de don Pedro explicando la
historia del acueducto, su función, los años y trabajos de restauración y
conservación, que ningún niño atendió:"El Acueducto tiene un total de 166
arcos, son de piedra granítica y están constituidos por sillares unidos sin
ningún tipo de argamasa mediante un ingenioso equilibrio de
fuerzas........................".
E iniciaron el paseo pasando por Candido, El duque, la
Casa de los Picos, la puerta de San Andrés, hasta llegar a la Plaza Mayor y a su
lado la Catedral ,
la bien llamada "Dama de las catedrales", en el punto mas alto de la
ciudad, donde entraron con alguna que
otra queja. En el interior se asombraron del retablo mayor, esculpido en mármol,
jaspes y bronce conteniendo la confortante imagen gótica de Nuestra Señora de
la Paz.
Pasaron al Museo Catedralicio, donde encontraron magníficas
obras de arte: piezas de platería, tapices, documentos, ropa eclesial, etc.
Visitaron a continuación la IGLESIA DE LA TRINIDAD , SAN NICOLÁS y
SAN ANDRÉS en la plaza de la Merced , en un rincón
delicioso y verde.
Bajando, mas tarde, por una callejuela, donde Mara se compro
la reproducción del acueducto por 1,80 euros en una tienda de artículos típicos,
llegaron al Alcázar donde admiraron el tremendo foso, subieron la torre (158
escalones contados uno a uno) y, saliendo, recuento y...... ¡Falta uno!
El caos y el delirio. En esto, se oyen gritos desde lo alto
de las murallas del alcázar diciendo que se había perdido, que no sabia por
donde bajar, que le ayudasen, ¡socorro!; Daniel, tal era su nombre, nervioso
como nunca, gritando y buscando ayuda para bajar y reunirse con sus compañeros.
¡Como se puso don Pedro!
Allí mismo, en la plaza, ya reunidos todos, con Daniel reincorporado
tras la monumental bronca de don Pedro, abrieron la bolsa y a comer los bocatas
y beber los brick de zumo que contenía.
Terminado el almuerzo y tras un rato de asueto, mas bien de
peleas, juegos y risas, empezaron el regreso al autobús por el barrio de las Canonjías,
lleno de estrechas y sombreadas calles y pendientes pronunciadas, pasaron por
un hermoso mirador, más cansados que nunca, arrastrando los pies. Mara,
especialmente cansada, se fue quedando un poco rezagada. Se sentía laxa,
cansadísima, extenuada. Veía como sus compañeros se le adelantaban y los perdía
de vista. Casi no se sentía andar. Oía, a lo muy lejos, la voz del profesor
hablando del barrio judío de estrechas calles y sombra eterna. En una de esas
calles vio un grupo de hombres extrañamente vestidos de negro con un libro en la mano y cantando algo que no podía
entender; la mayoría con coletas que le caían
por los hombros y, todos, con un aire ausente al mundo. Llenaban la
callejuela e iban moviéndose acompasadamente al ritmo de la canción, oscilando
levemente de atrás hacia adelante, una y otra vez, una y otra vez. Mara se
metió entre ellos un poco sorprendida, como sintiendo una llamada. Era tanta la
gente en las callejas que tenia problemas para avanzar, tratando inútilmente de
no tocar a ninguna de aquellas personas. Según avanzaba cada vez había más y más y más gente. Todos vestían de negro, todos
con el libro, la canción y esa oscilación grave y rítmica, todos con un pequeño
gorro en la coronilla y las coletas que se les posaban en los hombros. La
canción la llevaba a buscar algo desconocido, con un poco del miedo que se le
iba insinuando en el pecho. Cada vez le costaba mas avanzar, los hombres iban
ocupando toda la calle y esta parecía no tener fin.
Al cabo de un rato de esquivarlos se encontró con una puerta
velada por una gasa negra y una viejecita con miles de arrugas sentada bajo el
dintel. Era pequeña y encogida como una pasa de agosto, e iba guiando la
canción con su voz un poca mas alta que el resto de la gente de la calle. Sus
cuencas estaban vacías. Olía a la flor del cerezo al comienzo del verano, olía
a su abuela lejos en las tierras gallega, olía a queso.
Entendió, de pronto, que aquello era un entierro. Alguien
había muerto, alguien de aquella casa, alguien de la familia de la vieja. Quiso
abrazar a la vieja, consolarla, pero algo se lo impidió. Quiso sentir lastima y
pena pero solo sintió un vació extraño en su pecho.
La vieja alzo su rostro hacia Mara, triste con sus cuencas
vacías, sin dejar de cantar una historia lejana y perdida. La miro sin ver. La
sonrió sin sonreír. Como si solo oliera una brisa conocida.
Levanto su menuda y arrugada mano derecha y levanto la gasa
de la puerta; una invitación a pasar.
Mara pasó. Dentro reinaba la oscuridad. No había nadie. Era
una estancia amplia, vacía de todo adorno con solo un ataúd blanco en el centro
de la misma y siete velas blancas rodeándolo, alumbrándolo con una luz
cambiante. Allí dentro no se oía nada.
Mara se acerco curiosa al féretro. Una niña yacía en su
interior, vestida toda de blanco, una moneda de oro sobre cada ojo, unas
camelias blancas, purísimas, en sus manos entrelazadas sobre su pecho, labios
cerrados con una media sonrisa, su pelo suelto se desparramaba sobre una
almohada llenando todo de un marrón rojizo brillante y, sobre el, una orquídea
blanca bellísima.
Comprendió, de pronto, que esa niña era ella, que estaba en
esa habitación, muerta, cuando sintió la mano de la vieja en su hombre y le
decía:-Despierta Mara, ya hemos llegado a la escuela. ¡Vaya sueñecito que te
has echado en el autobús!, ¡Hasta has roncado un poco!
Mara abrió los ojos, sorprendida, descolocada, viéndose
rodeada de sus compañeros llenos de risa medio disimulada y a don Pedro al lado
de ella y su mano en el hombro sacudiéndola.
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